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España como problema, ¿otra vez?

La pandemia ha agudizado problemas que la economía española viene arrastrando desde hace décadas y que actúan como un potente freno de mano a nuestro potencial de desarrollo

ESPAÑA COMO PROBLEMA, ¿OTRA VEZ?

En una década y dos crisis, España ha perdido la convergencia real con los países de la eurozona que tan laboriosamente había conseguido en los veinticinco años anteriores de integración europea. Nuestra renta per cápita vuelve a ser un 30% menor que la media de nuestros socios que, por cierto, también sufrieron una crisis financiera y, ahora, el covid.

La pandemia ha agudizado problemas que la economía española viene arrastrando desde hace décadas y que actúan como un potente freno de mano a nuestro potencial de desarrollo. Mientras no seamos capaces de reconocerlos y de elaborar estrategias para superarlos, seguirán siendo válido los discursos críticos del España como problema o, cuanto menos, el de los males de la patria, tan afines al pesimismo noventayochista del siglo XIX. La cuestión es que resolverlos no es fácil porque requiere, al menos, el mismo ímpetu reformista impulsado por similar consenso social y político que el existente durante el proceso de integración a la UE, sin duda, el gran periodo de cambios estructurales en un país cuyo último consenso nacional se alcanzó a principio de los 90 del siglo pasado, con el apoyo a la idea del euro.

Mi tesis es que nuestros males diferenciales, que no han impedido un tremendo avance en renta per cápita y en nivel de bienestar social respecto a la época de la dictadura, son sistémicos. Es decir, forman un todo donde se interrelacionan y refuerzan los elementos que lo componen. Y que se enquistan porque el abuso de la política como confrontación impide los acuerdos necesarios para corregirlos.

Por empezar por las personas, nuestro aparato productivo no es capaz de dar trabajo o todos los que desean y pueden trabajar, como demuestra el hecho de que en los últimos 40 años siempre, siempre, siempre, incluso en las épocas de gran bonanza vinculada a la burbuja inmobiliaria, nuestra tasa de paro ha estado por encima de la media comunitaria. Hoy trabajan en España siete millones de personas más que en 1976, al inicio de la transición política, para una población también muy superior, lo que desmentiría el mito del eterno retroceso (vamos siempre a peor). Lo que señalo es que nuestro desempeño económico, aun siendo bueno, ha sido peor que el de los países de nuestro entorno.

Además, nuestro tejido productivo mantiene un elevado peso relativo de empresas poco eficientes, de baja productividad y que solo son rentables sobre la base de precarizar las condiciones laborales de sus trabajadores. Es cierto que tenemos una capa de grandes empresas multinacionales, competitivas, innovadoras y que dan empleo al 41% de nuestros ocupados, pero que, en realidad, son una importante isla de modernidad en medio de ese 98% de empresas de menos de 50 trabajadores donde predomina la temporalidad, contratos a falso tiempo parcial y salarios bajos, entre otras razones, porque carecen de una adecuada representación sindical que fuerce una negociación equilibrada. Seis millones de trabajadores no tienen, por cuestiones legales vinculadas al tamaño empresarial, órganos adecuados de representación colectiva en sus centros.

Una parte, por tanto, de nuestros problemas laborales diferenciales, incluyendo una tasa superior de paro, la excesiva temporalidad o los bajos salarios vinculados con peores productividades, provienen del lado de la oferta. Según COTEC, este océano de pymes y microempresas no invierten en I+D, tampoco forman a sus trabajadores a la vez que tienen unas estructuras de capital débiles, con escaso pulmón financiero muy dependiente, además, de los bancos y con una gestión empresarial poco profesionalizada. Así, tenemos un tejido productivo dual, con unas empresas nómadas equiparables a las de cualquier otro país avanzado y otras sedentarias que crecen a la sombra de la protección estatal en forma de políticas más acordes con un contexto de menor desarrollo relativo.

Esta estructura económica bipolar ayuda a entender las tensiones a que están sometidas las familias. Por una parte, pieza esencial de la red privada de protección de los parados sin derecho a subsidio y, por otra, tensionadas por unos ingresos medios bajos y muy desiguales, en parte por una menor incorporación de la mujer al mercado laboral, que dan como resultado que el 35% no puedan afrontar gastos imprevistos, el 34% no puedan salir de vacaciones ni una semana y que, en general, la tasa media de ahorro sea la mitad que la existente en el promedio de la eurozona que gozan de una renta media superior y de menores gastos al gozar de una mayor protección pública.

A partir de ahí, se entiende mejor nuestra elevada tasa de población en riesgo de pobreza o de exclusión social que alcanzaba los 12,3 millones de personas, el 26% de la población, ya antes de la pandemia, con una fuerte tendencia a la cronificación. Sobre todo, en dos colectivos: mujeres y niños. De momento, parece que el prometedor Ingreso Mínimo Vital no está siendo capaz de atajar este problema diferencial y ello está dando como resultado una escalofriante alza en el número de personas que recurren, durante la pandemia, a las llamadas «colas del hambre» donde distintas ONG les proporcionan alimentos.

En coherencia con esta estructura empresarial poco dinámica y con estas familias sobrecargadas, nuestro aparato estatal es limitado en sus prestaciones y muy ineficiente. Los ingresos públicos respecto al PIB se sitúan siete puntos porcentuales por debajo de la media de la UE-15 mientras que el gasto lo hace cinco puntos por debajo. Es decir, por cada punto de PIB recaudamos menos ingresos públicos por dos razones: los tipos efectivos en los dos grandes impuestos, IRPF e IVA, son menores, dada la elevada cifra de deducciones y exenciones, acompañado del hecho de que el fraude fiscal se da en mayor proporción relativa en nuestro país. El problema del gasto, por su parte, no es solo cuestión de un menor gasto social relativo, sino de una (casi) inexistente evaluación de su eficiencia. En consecuencia, arrastramos un déficit presupuestario estructural del entorno de un 2% del PIB.

Este estado débil explica por qué se erosiona la competitividad de las empresas sometiéndolas a costes superiores al canalizar vía tarifa eléctrica y cotizaciones sociales, la financiación de gastos que en otros países se cargar sobre los presupuestos.

Problemas que se eternizan, discursos reciclados, soluciones que se repiten como fórmulas que no se aplican nunca, exceso de «hay que» y escasez de «cómo hacerlo», dibujan un panorama que Ross Douthat ha denominado «La sociedad decadente» en libro reciente que va mucho más allá de España. Ahí puede estar el origen del proceso de deterioro de las instituciones y de la acción política que explica el auge del populismo. Cuando la razón ha dejado de solucionar problemas, cuando perdemos capacidad de pactar las reformas necesarias, entonces el asalto a la razón gana terreno como estrategia legitimada.

En las últimas cuatro décadas de democracia lo hemos hecho, como país, bastante bien. Pero otros lo han hecho mejor. Y si queremos desatascar los problemas sistémicos que nos frenan, sobre todo en la perspectiva de la revolución verde y digital, debemos cambiar la estrategia, poniéndolos en el frontispicio del debate público y buscando aunar grandes acuerdos en torno a aquellas soluciones conocidas pues solo así seremos capaces de superar la inercia y vencer la oposición que todo cambio social provoca. Esta vez, los problemas de España tienen su arreglo en España, si estamos dispuestos a arrinconar las acusaciones y lamentaciones para arrimar el hombro en busca de soluciones. ¿Se apuntan?

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