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Administración, otra reforma inaplazable

Las administraciones públicas, y en especial los ayuntamientos, almacenan millones de datos.

Algunos expertos señalan el período 2004-2007 como el último momento en el que hubo una intención gubernamental de reforma y modernización global de las Administraciones Públicas españolas. No debo opinar (aunque tengo mi opinión), porque no soy imparcial dado que ese es el período en que fui yo el ministro encargado «de la cosa». En todo caso, citaré tres leyes que se aprobaron entonces, como pilares de una reforma estructural: el Estatuto Básico de la Función Pública que incorporaba, entre otras cosas, la evaluación del desempeño de los empleados públicos, una cultura de promoción profesional vinculada a sus méritos y a su formación permanente, así como la creación de la figura del directivo público como manera de profesionalizar la alta dirección de la Administración reforzando su separación de la «política». Se aprobó, también, la ley de agencias como manera de introducir una gestión más ágil de determinados asuntos públicos, trazando una frontera entre quien adopta una decisión desde el poder ejecutivo y quienes tienen como misión exclusiva llevarla a la práctica de la manera más eficaz posible. Esto es especialmente importante en un mundo donde crecen los problemas transversales que, a menudo, quedan sin resolver de forma adecuada dada la estructura vertical que siguen manteniendo nuestras administraciones. Para evaluar la eficacia de las políticas públicas, se aprobó también una Agencia de Evaluación de las Políticas Públicas. Por último, en ese resumen apretado de tres años, se aprobó una ley conocida como la de administración electrónica, uno de cuyos hitos, una ventanilla única electrónica, se empezó a poner en marcha bajo el nombre de 060, firmando convenios con otras administraciones públicas.

A partir de ahí, vino la crisis financiera y del euro y, a pesar de algunas consolidaciones jurídicas de lo hecho (cosa que les gusta mucho a los abogados del Estado), se instaló una cultura negativa de lo público basada en el recorte de los gastos y en el abandono de la reforma de estructuras y procedimientos de unas administraciones públicas que entraron en un claro deterioro como nos ha demostrado los diferentes colapsos a que la ha llevado los efectos de la pandemia y de las políticas compensatorias puestas en marcha por el Gobierno.

Así las cosas, debo felicitar al nuevo ministro de la cartera de Política Territorial y Función Pública, Miquel Iceta, por la iniciativa de constituir, esta semana, un «Grupo de análisis y propuestas de reforma en la Administración Pública» donde, junto a algunos de los mejores expertos en la materia, ha tenido a bien incluirme. Debo decir que en la detección de los problemas urgentes y de los importantes ha habido amplio alineamiento con los asuntos expuestos por el propio ministro en sus recientes comparecencias en las comisiones correspondientes del Congreso y del Senado.

Los tres niveles de Administración pública que configuran nuestro Estado constitucional (central, autonómica y local) desempeñan una función fundamental para una adecuada convivencia en democracia ya que son garantía de libertades y protección de derechos. Además, por su gestión, pasa la mitad de nuestro PIB y como empleadores son la empresa más grande del país. Por todo ello, y a pesar de no haber estado en los primeros lugares de las preocupaciones de los gobiernos, su correcto funcionamiento es fundamental para el correcto desarrollo del país.

La pandemia ha sido la mayor prueba de fuego para demostrar dos cosas: lo importante de tener unas administraciones públicas modernas y eficaces, así como, por otra parte, lo lejos que nuestras administraciones están de ser esas administraciones modernas, aunque existan lo que llamo «islas de modernidad» en las mismas. Por ello, y aprovechando también los Fondos Next Generation, una de cuyas partidas va destinada a proyectos de modernización de las administraciones, las iniciativas de transformación deben situarse muy arriba en el cuadro de reformas estructurales necesarias para que España dé el salto definitivo hacia el siglo XXI, al nivel de la del mercado laboral, la fiscal o la de pensiones.

Reformar las administraciones no puede ser un proceso endogámico. No queremos reformarlas para favorecer a los empleados públicos, sino para proporcionar un mejor servicio a los ciudadanos que son sus dueños y, a la vez, sus clientes. Tres son los vectores de cambio de cualquier proceso de reforma: las personas, los procedimientos y la arquitectura institucional. Y dos los objetivos a conseguir: molestar lo menos posible a los ciudadanos (reducir las cargas administrativas) e incrementar la calidad, eficiencia, accesibilidad y transparencia en los servicios que presta a los ciudadanos. Desarrollemos un poco estas ideas.

Sobre personas, parece existir amplio consenso sobre los problemas que no han surgido ahora, pero se han incrementado en los últimos tiempos: la excesiva (y, a menudo, injustificada) temporalidad entre los empleados al servicio de las administraciones (sobre todo, local y autonómica donde llega a superar el 30%); el acelerado envejecimiento de los empleados públicos (52 años de edad media, frente al 42,5 en el sector privado) como consecuencia de años con bajísimas tasas de reposición y, en tercer lugar, la reducida capacidad de las administraciones para atraer al talento, a los mejores licenciados universitarios, lo que obliga a lanzar una Plan de Captación del Talento con una reforma de los mecanismos de selección, manteniendo los principios constitucionales de mérito y capacidad. Buena parte de las reformas sobre personas se deberán incluir en una Ley de la Función Pública, comprometida por el ministro para desarrollar el Estatuto Básico y que está pendiente desde 2007.

Digitalizar las administraciones públicas no es una cuestión de ordenadores o páginas web, si no utilizamos lo digital para transformar los procedimientos administrativos para hacerlos más sencillos, accesibles y transparentes. Sigue siendo un deseo, largamente perseguido, conseguir que ninguna administración solicite a los ciudadanos documentación que figura o es otorgada por otra administración. O aprovechar la digitalización para instaurar la ventanilla única digital, válida para cualquier organismo de cualquiera de las tres administraciones.

Por último, la arquitectura institucional ha evolucionado poco desde el franquismo a pesar de que ha habido una democratización, la creación de las CC AA, el ingreso en la UE y los intensos avances tecnológicos y operativos experimentado desde entonces. Gestionar mediante agencias (recuperadas por el Gobierno) y reforzar los mecanismos de cogobernanza, desde la Conferencia de Presidentes a las diferentes conferencias sectoriales existentes, son compromisos adquiridos por el nuevo ministro que, tal vez, deban ver la luz en una nueva ley de cooperación institucional.

Las administraciones públicas son el esqueleto que articula un país, hace posible un Estado del bienestar y da consistencia a sus derechos. Su buen funcionamiento es, pues, clave para la convivencia. Porque no hablamos, solo, de gestión. Hablamos de ciudadanía y de cohesión social. Ya llevamos mucho retraso en su reforma…

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