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Vacío de ingenio

VACÍO DE INGENIO

He participado esta semana en el II Foro de Economía Prospectiva de Galicia y, con ese motivo, he actualizado mis reflexiones de cuando hacía prospectiva económica en una gran consultora. La casualidad ha querido que coincidiera con los días en que celebramos el décimo aniversario del fin de ETA tras años sembrando de muerte y miedo a la sociedad vasca y española, inútilmente, dado que ninguno de sus objetivos se ha conseguido mediante la violencia, cosa que veíamos todos, menos ellos.

De la incapacidad de los grupos humanos para actuar hoy, de acuerdo con las conclusiones que anticipamos sobre el futuro, es de lo que quiero hablar. ¿Por qué no tomamos medidas, o lo hacemos tarde, ante problemas muy conocidos del futuro? ¿Por qué no somos capaces de corregir los problemas, conocidos y detectados que generan y generarán ocho mil millones de personas, con cierta tendencia depredadora, en esta nave espacial llamada Tierra? Si no mueve a la acción correctora hoy, la prospectiva corre el riesgo de quedarse en profecía.

Empecemos por el impacto de nuestra actividad sobre la naturaleza y, de forma especial, el cambio climático provocado por las emisiones de CO2 con origen humano. Se trata, sin duda, de un salto cualitativo en nuestro acelerado proceso de agresión del medio ambiente iniciado con el nuevo modelo de capitalismo industrial impulsado desde el siglo XIX y basado en dos principios: el individualismo y la maximización del beneficio privado. Si el problema de los plásticos en los mares ya es grave, con el calentamiento de la Tierra hablamos de verdaderas catástrofes, que han empezado ya, que nos afectan directamente: fenómenos climáticos extremos (inundaciones y sequías, olas de calor y frío), agrava los procesos de desertificación y erosión, así como una pérdida generalizada de biodiversidad.

Conocemos, desde hace años, gracias al IPCC, grupo intergubernamental de 1.300 expertos sobre el cambio climático vinculado a la ONU, los problemas reales que provocará una elevación de la temperatura del planeta por encima de los 2,5 grados, hacia los que nos encaminamos a pasos acelerados. Millones de personas en todo el mundo afectadas y miles de millones de euros en pérdidas económicas empujaron a la mayoría de países del mundo a alcanzar un acuerdo para reducir las emisiones de CO2 con relación a 1990 en las cantidades necesarias para mantener el calentamiento previsto por debajo de los 2 grados en 2050. En el marco de la Convención de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, y tras el Protocolo de Kioto (1997), se alcanzó un acuerdo en París (2015) con compromisos concretos de reducción de emisiones que, ya sabemos, no se está cumpliendo.

Salvo el descenso producido en 2020 por la pandemia, el monto total de emisiones no ha dejado de subir, y se prevé que este año alcancen un nuevo pico máximo, en flagrante contradicción con lo acordado en París. A finales de este mes, volverá a reunirse la COP26 en Glasgow y seguro que veremos a los responsables gubernamentales darse golpes de pecho por los incumplimientos y lanzar propósitos de enmienda de cara al futuro. Pero su credibilidad actual es muy baja y esa incapacidad para cumplir los compromisos adquiridos nos conducirá a un calentamiento del planeta cuyos devastadores efectos conocemos ya. Y nadie parece capaz de evitarlo, a pesar del éxito mediático de movimientos como el encabezado por Greta Thunberg, capaz de llenar telediarios, pero no medidas en el BOE, que se cumplan. ¿Por qué?

Algo similar ocurre con el otro gran vector transformador de nuestro futuro. El suyo y el mío: la digitalización y la Inteligencia Artificial. Hace pocos días se escuchó en el Senado de EE UU la mayor denuncia de los riesgos que para nuestra convivencia genera las actitudes de un gigante mundial como Facebook. Una exempleada habló allí de algoritmos que alientan la discordia, herramientas diseñadas para generar dependencia y aumentar el consumo, e, incluso, de no hacer nada para evitar el impacto negativo que su abuso genera entre los adolescentes, como anorexia o pensamientos suicidas. Tras el escándalo de Cambridge Analytica, las denuncias son creíbles porque vienen avalados, además, por mucha literatura que ha ido apareciendo en ese sentido en los últimos meses. Hoy se habla ya del capitalismo de vigilancia y de amenazas de las redes sociales y el big data a la democracia, debido a su propia estructura y lógica económica de ganar dinero.

Facebook, Amazon, Goggle y Apple (conocidas como grupo GAFE) tienen hoy un claro poder de monopolio económico que les lleva a valoraciones bursátiles que superan el PIB de muchos países desarrollados y una influencia sobre nuestra privacidad, conducta y actitudes que ejercen sin normas, buscando solo maximizar su beneficio. Por el lado de sus competidoras chinas, el poder es incluso mayor y su finalidad principal, facilitar el control del Estado totalitario sobre los ciudadanos. ¿Estamos condenados a ser juguetes en manos de nueve grandes empresas multinacionales? ¿No podemos articular controles eficaces sobre las mismas y su comportamiento? Es cierto que la UE es la que más adelantada va en esa dirección, impulsando, por ejemplo, una carta de derechos digitales. Pero, sin una coordinación internacional (como las COP climáticas) respecto a las medidas a adoptar y una aplicación eficaz de las mismas, será muy difícil sustituir el control que hoy ejercen esas compañías sobre nosotros por un control social y democrático sobre las mismas. Como se hace en el resto de sectores económicos básicos, como la banca, la energía, la alimentación o el transporte, garantizando los derechos de los usuarios y consumidores.

En ambos casos, sabemos lo que tenemos que hacer. Conocemos los riesgos de no hacer nada. Y, sin embargo, en uno, nos comprometemos, pero no cumplimos y en el segundo, no llegamos a acuerdos ni tan siquiera, sobre lo que debemos hacer, aunque conozcamos los daños que causa no hacer nada. ¿Por qué? Porque nos hemos quedado vacíos del ingenio necesario para hacer posible lo necesario, pasando del deber ser al es. Y no hablo del ingenio técnico o científico que se ha mostrado muy desarrollado en los últimos años, dando pruebas de su vigor recientemente con las vacunas frente al covid.

Hablo de vacío de ingenio social. De esa capacidad humana para construir arquitecturas institucionales de compromisos sociales coordinados, que se ha mostrado diferencial e imprescindible para explicar los grandes avances conseguidos desde el origen de la especie. Primando la cooperación y no la competencia, lo común y no lo individual, lo que une y no lo que separa, lo que salva y no lo que nos conduce irremediablemente al desastre. No es por ignorancia que no lo hacemos, sino por incapacidad para articular las transformaciones necesarias en nuestra forma de organizar la sociedad, con algunos perdedores individuales, pero con muchos más ganadores. Y, si al llegar aquí, piensan que hablo de Política (con mayúscula), les confirmaré que sí. Que hablo de esa política que coloca la racionalidad del colectivo sobre los intereses de los pocos que se defienden mediante la polarización social y el enfrentamiento partidista que aleja los consensos que tan necesarios son para resolver los graves problemas que se ciernen ya sobre nosotros. Aún queda tiempo para alejarnos de la atracción perversa de ese instinto de Tánatos que tiene el ser humano y del que habló Freud. Pero, ¿hay voluntad? O, como dice el filósofo Byung-Chul-Han, hemos entrado en una etapa social de paliativos, en la que no estamos dispuestos a aceptar sacrificios hoy, aunque ello signifique asegurar un desastre mayor a medio plazo. Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad. Y así…

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