Era el Barça, sí; pero era un Barça intranscendente, abúlico, reincidente en su forma grosera de caminar, de conformarse, de no arriesgar a pesar de que sobre el césped hay más millones gastados que en todo el presupuesto municipal de Elche. Es el nuevo fútbol, el especulativo, el de contemplar, el de bostezar sin solución, el que tendrá a los clubes españoles lejos de los demás, de los otros, de los que sí quieren ganar. El Elche no lleva 13 jornadas consecutivas sin un triunfo por casualidad, por infortunio o por incapacidad de sus futbolistas, acumula esa suma porque el híbrido entre querer sacar el balón jugado desde atrás y defender a ultranza tiene al equipo de Almirón a mil kilómetros de la portería rival. Ayer, ante un Barcelona monótono, con Umtiti y Mingueza cerrando atrás, con todos los blaugranas andando, pidiéndola al pie, sin desequilibrio y sin circulación rápida, el Elche fue incapaz de robar el balón, de tirar a puerta, de poder forzar al menos un saque de esquina.

La teoría y la práctica no casan.

Si optas por contener en vez de generar espacios precisas que nadie se equivoque o acabas con la cara roja. El conjunto ilicitano, pertrechado con dos lineas de cinco hombres cerca del área de Edgar Badia, solo tiene sentido si con ellas asfixias el ataque del adversario, si no le dejas pensar, si no le abres la puerta al fallo.

Puedes ceder terreno ante un regate de Dembélé o de Trincao, entra dentro de lo natural, lo que está más feo es hacerlo ante un quiebro a cámara lenta de Braithwaite desde su exilio en la banda. Si eso pasa, organizas un desfase en cadena que acaba con medio gol en propia puerta. El plan del preparador argentino duró 39 minutos. Después, ya no estaba justificado seguir jugando igual. Su continuismo táctico fue un error porque el plan inicial ya estaba invalidado.

Cinco minutos al inicio de ambas partes fue el tiempo que le dedicó el bloque franjiverde a elevar la presión. Después, aunque por dibujo se creyó que lo estaba haciendo, lo único que logró fue cansarse. Ni robos, ni contragolpes y, como es obvio, observando a Ter Stegen desde muy muy lejos.

De base, existen equipos grandes y pequeños, y, más allá de esta jerarquía capitalista, hay equipos que se hacen grandes y equipos que se hacen pequeños porque así lo sienten. El Elche necesita sacudirse de encima su estampa actual porque si no lo hace acabará en Segunda. Querer tener el balón es muy loable, apostar por ello, también, pero por encima de todo está saber qué hacer con él. Llevárselo a los hombres con más talento, tener presencia en el campo del adversario.

Ayer, frente a un Barcelona plano, sin liderazgo (ni dentro ni fuera del campo), privado de la improvisación frugal y letal de Messi, el Elche no jugó ni cinco minutos en el lado culé. Necesitó que Umtiti firmara un pase indecente horizontal –cruzando toda la defensa– que Mingueza fue incapaz de controlar para disponer de una ocasión de gol, una como una catedral.

Más de 40 años de sequía.

A medida que Rigoni corría hacia la portería, solo, sin oposición, con el balón controlado, se le agolpaban los pensamientos. Imaginó de todo menos cómo conseguir hacer el gol, tal vez por eso no encontró el hueco por el que batir a Ter Stegen, que le aguantó de pie hasta que armó el disparo, uno sin veneno y bastante centrado. El argentino pudo acabar con una maldición que se prolonga desde 1978, cuando un compatriota suyo, Trobbiani, adelantó al Elche en el Camp Nou a los siete minutos. Después, le cayeron cinco en contra y sobrevinieron más de cuatro décadas sin ver puerta frente al equipo catalán.

Almirón no puede empujar esos balones, no es su responsabilidad, pero sí está obligado a encontrar soluciones que vayan más allá de cambiar en el mercado invernal más de la mitad de su once titular, uno al que él mismo le dio su visto bueno. Esos mensajes calan en los vestuarios como goteras en techos de arcilla y revertirlos resulta complicado porque afectan a la confianza y la autoestima de quienes te tienen que sacar de las arenas movedizas.

El debate sobre si estás jugando bien o mal al fútbol se responde fácil cuando acumulas 13 jornadas sin ganar y Riqui Puig, con sus 169 centímetros, te hace un gol de cabeza rematando entre Josan y Gonzalo Verdú.