Ha trabajado con niños con SIDA en fase terminal en Bangkok. ¿En qué consistía su labor?

El hospicio estaba en el barrio de los más pobres. Trabajé allí de 2000 a 2007 y por estigma tampoco recibían mucho apoyo en los hospitales. Algunos adultos habían escondido su condición durante tiempo y estaban en un estado de afectación total. Los niños llegaban después de ser abandonados en un rincón para morir y en estados muy malos.

La muerte de los niños es terrible, pero, ¿podemos aprender algo de cómo la afrontan ellos?

Es muy distinto a acompañar a adultos. Es muy triste ver a un niño que no ha tenido tiempo de vivir la vida como nosotros. Y los niños a los que yo acompañaba tampoco conocían el bienestar, estaban enfermos casi desde el principio y habían visto a sus padres morir a su lado. Lo que yo aprendí es que los adultos tienen un proceso mucho más complicado por haber acumulado experiencias. Un niño es muy cercano a lo visceral. Hay sufrimiento y dolor, pero, una vez que está paliado, su manera de despegarse de esta vida puede quedar muy simple. La simplicidad -la pureza, diría- con la que un niño muere, me ha impactado. Estos niños no tuvieron tiempo de conocer filosofías ni religiones y hay algo muy directo en su manera de morir, y eso da mucha fuerza. Por su inocencia, por cómo están relacionados con este universo de tantas ideas mentales, era un honor y un privilegio estar con ellos porque en su proceso de morir hay una relación íntima con otra dimensión. La energía en la sala cuando un niño está muriendo es muy especial y curiosamente es muy cercana al campo de energía de cuando un niño nace. Algo luminoso. No querría ser demasiado poético ni metafísico, pero hay algo que no se explica muy bien.