Marta ha vivido la violencia de género a través de las generaciones. La vivió siendo niña, sin llegar a entender hasta mucho tiempo después que su madre era una mujer maltratada. La vivió siendo adulta, cuando el padre de su segunda hija la sometió a ella a un calvario. Lo importante, al fin y al cabo, es que la ha vivido como superviviente y ahora da el paso de poner cara y nombre a una historia que es solo suya, pero que puede servir para que otras sepan no sólo que hay salida, sino que «hay vida». Marta ha trabajado hasta ahora desde el anonimato y ayer dio un paso decisivo al coger un micrófono en la Residencia de Mayores de Elche (gestionada por Clece, empresa en la que ella trabaja en Valencia y que considera más una familia que un empleo), y hablar a corazón abierto. Los pacientes la escucharon, unos más dispersos y otros entre lágrimas, y algunas mujeres se acercaron al final a contarle cómo se identificaron con algunos detalles. Compartió su vivencia, la que no puede aún hoy comentar en familia por la negación y el tabú.

«Recuerdo el día que mis hijas y yo cruzamos la puerta del centro de protección, un 21 de junio de 2008. Nos esperaba Mayte, una educadora que lo primero que hizo fue abrazar a mis hijas, luego me dijo "tranquila, nadie sabrá que estás aquí". Yo giré mi mirada hacia la puerta y pensé que ahí se habían terminado nuestros años de sufrimiento, agresiones, insultos, humillaciones a solas y en público...». Así relató el primer rayo de esperanza que vio: «Mi única preocupación era devolverle la sonrisa a mis hijas, mi hija mayor tenía siete años y mi pequeña tres; hoy puedo deciros que al atravesar esa puerta no sólo encontré una salida, descubrí que había vida, que podíamos sonreír sin que a nadie le molestara, que podía ser yo, que no era una inútil como me solía llamar a diario... Se acabaron los golpes en mi piel, mis cicatrices están curadas. Pero hay algo que aún resuena por dentro: el maltrato psicológico que recibí y del que mis propias hijas fueron testigos, porque yo pensaba que no se daban cuenta, pero me equivocaba, y por muy fuertes que seamos hay situaciones imposibles de olvidar».

Ese dolor que aún arrastra Marta le conecta con su madre, que también creyó que ella, como niña, no se empapaba de lo que había en casa. Y ahí, en la educación, sitúa la clave: «Mi hermano y yo vivimos una infancia en la que nuestra madre estaba sumida en el maltrato, el que fuera golpeada e incluso violada en el silencio de la noche mientras éramos testigos se convirtió en algo normal para nosotros. Nadie nos dijo lo que estaba bien y lo que estaba mal, sentimos el silencio cómplice de nuestra familia, y aún a día de hoy es un tema intocable», lamenta, sin reprochar a su madre nada porque ahora la comprende y han podido por fin hablar de todo aquello. Su hermano, atrapado en las arenas movedizas de la droga, falleció con 35 años preocupado por su hermana y sus sobrinas.

«La situación de peligro en la que me encontraba no nos permitía movernos con libertad, pero ahí estaban todas las trabajadoras del centro. Me quito el sombrero ante cada una de ellas; consiguieren a través de su cariño y apoyo que hoy guardemos un bonito recuerdo de los seis meses que allí vivimos. La atención psicológica fue fundamental, aunque tengo que reconocer que a mí me costó muchísimo dejar que entraran en mí». También le costó dejar su casa, con 31 años, cargada con las niñas y lo puesto. Lo hizo más de dos meses después de contactar a escondidas con el Centro Mujer de Valencia. Salió cuando creyó que la iba a matar.

Marta cuenta que para ella fue fundamental el trabajo, tanto por la independencia económica como «porque me permitía relacionarme de nuevo, después de haber vivido durante años sumisa entre las cuatro paredes de mi casa, hasta el punto de que no podía ir a comprar sola, había calles por las que no podía pasar... Todas esas situaciones crearon una anulación total de mi persona». Así, relata que quien opina fríamente que jamás aguantaría algo así sólo lo dice porque no sabe que antes de un bofetón o un empujón hay «mucho maltrato psicológico, hasta que no eres nadie».

«Esto es lo que sentimos las mujeres que hemos sufrido violencia de género. Sé que hoy soy la voz de muchas, de las que ya no están, de las que están en proceso de romper las murallas... Por ellas estoy aquí, pero lo que realmente quiero es que os quedéis con mi experiencia en positivo. Os pido que no cerréis los ojos ni hagáis oídos sordos ante cualquier situación de violencia, que no esperéis a que os toque vivirlo de cerca. Todos somos cómplices en esta sociedad y debemos unir nuestras fuerzas para ayudar a las mujeres que no encuentran la salida, porque se pueden evitar muchas muertes, también de niños y niñas», clamó ayer. «Mi madre por desgracia no tuvo ninguna ayuda, porque hace 40 años en una comisaría te decían que volvieras a casa», dice. Se niega a mirar para otro lado y pide a los demás que hagan lo mismo: «No las dejéis solas», implora.