«Algo que pueda ir mal, irá mal en el peor momento posible».

Corolario de Finagle a la Ley de Murphy.

Honremos a san Crispín, aunque este año pandémico no tengamos romería. Para ello, nada mejor que ensalzar su festividad con un viejo chiste de filósofos conductivistas (por gentileza de Cathcart y Klein). Dos tortugas atacan a un caracol y cuando un perro policía le pregunta al maltrecho gasterópodo qué ha pasado, este responde: «No lo sé. Ha ocurrido todo tan deprisa...». ¿Qué nos dice esta fábula? Pues que todo es relativo en este mundo y en esta dimensión, según el marco contextual y el color y la graduación de las gafas. Lo cual nos incardina de lleno en el pleno extraordinario sobre la monarquía, que tan diligentemente solicitó el grupo popular ilicitano como respuesta a las insistentes demandas ciudadanas.

Pero la expectación popular (del pueblo) ante tan magno acontecimiento decayó al promulgarse la vuelta a la semivirtualidad, con la única presencia en el salón de los portavoces municipales, por mor de las nuevas restricciones de la fase cuarto menguante de la nueva realidad epidemiológica. Y además, el alcalde contraprogramó la fútil sesión, con aviesa intención, el mismo día que empezaba el del bate, perdón, el debate de censura (o lo que fuera que fuera eso) de Vox al presidente Sánchez. Se siente.

Pero visto lo visto, quizás se haya perdido una ocasión estupenda para haber dado más enjundia a la cuestión monárquica si, en lugar de un pleno ligerito y sin intriga, el asunto se hubiera planteado como un auto sacramental dentro de la programación del Festival Medieval d’Elx, que se desarrolla estos días. Porque en manos de un dramaturgo de nivel (como Xavi Rico, por aquello de potenciar el talento local), una buena música (Pablo Ruz y su piano, sin ir más lejos) y la participación como figurantes de los miembros de la corporación, se podría haber montado una nueva versión dramática (¿o mejor melodramática?) de la Jura de Santa Gadea. Lance al que, según la leyenda, hubo de enfrentarse el rey Alfonso VI de León en 1072 en Burgos, a instancias de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, a fin de demostrar que no había tomado parte en el asesinato de su propio hermano, el rey Sancho II de Castilla.

La escena culminante podría haber quedado más o menos así (versión a partir del romancero, el cine y la literatura barroca):

Interior de la iglesia de San José. El rey Alfonso VI, el Bravo (interpretado por el alcalde, Carlos González, plenamente imbuido del papel, pese a sus sentimientos republicanos), está sentado en su silla presidencial junto al altar mayor, rodeado de su séquito consistorial. A su lado, en otro sillón acolchado, su primera esposa, Inés de Aquitania (papel asumido con mucha propiedad y movilidad por la portavoz compromisaria, Esther Díez). Frente a ellos, ocupando el crucero, El Cid (encarnado por el líder popular, Pablo Ruz, encomiable émulo de Charlton Heston), igualmente arropado por sus mandos intermedios y tropa rasa. El pueblo, repartido en los bancos, embozado y guardando la distancia social propia de la época (que no era mucha, la verdad). El real gobernante y su acusador entablan el siguiente diálogo:

Rey Alfonso: Rodrigo Díaz, llamado el Cid, ¿por qué rehuís mostrarme fidelidad y pretendéis con indignidad colocarme en esta lid?

El Cid: Señor, todos los aquí presentes, aunque a decirlo no se atrevan, de una trama sospecha abrigan, contra vuestro hermano y soberano, y a vos están señalando.

Rey Alfonso: ¡Voto a bríos! ¿Cómo seáis, o sea, osáis?

El Cid: A menos que vuestra inocencia probéis, contar con súbditos leales no podréis, y la duda vuestro reino destrozará; y en tanto así sea juraros fidelidad no osaré, ni el presupuesto os aprobaré.

Rey Alfonso: ¿Cómo queréis que mi inocencia os demuestre, pardiez?

El Cid: Jurad en este pleno extraordinario, que aceptáis al rey Felipe VI como supremo soberano sin pretexto, y que renegáis de todo falsario.

Rey Alfonso: ¿A decirme que jure os atrevéis?

El Cid: Señor, os lo estoy diciendo ante Dios con su clemencia; si no, es que no hay transparencia y humo seguís vendiendo.

Inés de Aquitania: Haced la jura, buen rey, no tengáis de eso cuidado; pero a mí dispensarme deberéis, por escabullirme de este desaguisado.

Rey Alfonso: Sométome, aunque no de buen grado, si permitís que pueda prometer, en lugar de jurar enojado.

El Cid: No tratéis de confundirme, ni con vuestros enredos aturdirme. ¿Juráis no haber ordenado la muerte política del rey de las Españas, ni en la conjura haber participado?

Rey Alfonso: Lo juro o prometo ante Dios, las Cortes de Castilla y León, y les Corts Valencianes, por adición.

El Cid: ¿Juráis que renegáis también, de quienes unidos pudieron y contra el rey porfiaron, y tratáronlo con sumo desdén?

Rey Alfonso: Júrolo, pues, si así me lo demandáis... Pero muy mal me has conjurado, Cid. Vete de mis tierras, mal caballero probado, y no vengas más a ellas desde este día en un año, por haber de mi lealtad dudado.

El Cid: Pláceme, pláceme de grado. Tú me destierras por uno, yo me destierro por cuatro; o hasta que el próximo sufragio sea convocado. Aquí ni hay transparencia ni un gobierno adecuado, como en el asunto del mercado ha quedado demostrado. Y como proclamó mi buen señor Casado, ¡hasta aquí hemos llegado!

Tras esta última sentencia, Rodrigo Díaz y su séquito marchan al destierro. Suena una voz en off: «Ya se parte el buen Cid, / sin al rey besar la mano; / con ocho caballeros y damas, / populares hijos e hijasdalgo./ Mas no le faltó al buen Cid / adonde asentar su campo, / que lo hizo frente al Senado, / a Madrid llegando».

De repente, tras la salida del Ruz Campeador, irrumpe en el templo, ante el séquito real, una turbamulta haciendo sonar bocinas, cacerolas, pucheros, panderos, cencerros y hasta una cítara. La multitud, tras irrumpir, prorrumpe: «Aquesta gran novetat, nos procura la ruina!!!». Son posaderos, mesoneros, venteros y taberneros del lugar, exaltados por la orden que les obliga a cerrar sus negocios a una hora más temprana, a causa de las miasmas pestilentes que asuelan el reino.

González no puede resistirse a salirse del guion y parafrasear al inevitable Tenorio, ante la proximidad de Todos los Santos: «¡Cuál gritan estos hosteleros! Pero mal rayo me parta si en concluyendo los plenos,

a Ximo Puig no envío una carta para que a esto ponga remedio». En esas que El Cid, que aún no había enfilado el camino de Castilla, vuelve a entrar en el templo y desde la capilla de san Pascual reta al juramentado: «A fe de caballero que a mi injusto destierro no marcharé hasta que impuestos, diezmos y alfardas a esta buenos vasallos no minoréis, al menos en un diez por ciento»

La respuesta del soberano ante tal nuevo desaire no se hace esperar: «Quousque tandem abutere, Cide, patientia nostra?». «¿Quéee...?», inquiere al unísono la plebe, poco versada en latinajos, y mucho menos de los cultos. «¡Que ya nos tienes hasta los mismísimos, Campeador! Venga, marchando antes de que te toque el toque de queda y, encima, te quedes», apremió el rey. Fin de la representación.

El público, puesto en pie, prorrumpe en una cerrada ovación, tras lavarse las manos con hidroalcohol. Satisfacción general por el éxito del drama sacrolírico, mientras elenco artístico y público se unen al grito enmascarado de «¡Viva el rey! ¡Viva san Crispín!», con reparto de coca con sardina entre todos (hosteleros incluidos, a ver si se calman las aguas). Visca!