La semana pasada, en esta misma sección, hablábamos de la enésima reforma educativa, la mal llamada Ley Celaá. Y digo mal llamada porque la ministra pasará, como tantos otros, con mayor pena que gloria, pero los efectos negativos de la norma bautizada con su nombre ya empiezan a vislumbrarse, antes incluso de su aprobación definitiva, siendo el primero de ellos la crispación y la división que está causando en la sociedad, que es justo lo contrario de lo que un buen sistema educativo debería promover.

Con todo, lo más triste es que este país nuestro, tan amante del maniqueísmo, ha caído en la trampa que le han tendido algunos políticos de reducir toda la cuestión a una supuesta lucha entre la enseñanza pública y la concertada, porque a la segunda sólo acuden los «pijos», en palabras de un senador del PSOE. Yo estudié cuatro años en la concertada y ocho en la pública, así que debo ser un «pijo» a tiempo parcial. Pues bien, este «semipijo» les pide que no caigan en esos trucos. Una cosa es el modelo de sistema educativo que queremos, y ello daría para derramar ríos de tinta, y otro muy distinto es el modelo de prestación de lo que supone un derecho recogido en la Constitución, modelo que en España es público en un 93% de los casos, en centros de titularidad de las administraciones educativas o en centros de titularidad privada en régimen de concierto.

Dicho esto, no les voy a aburrir más con un tema que por otra parte, dada la vorágine con la que se suceden los acontecimientos en el mundo de la política patria, ya ha quedado aparcado, pese a ser quizás lo más importante, y lo más grave, que ha acaecido en lo que llevamos de legislatura. El foco mediático está puesto ahora en los Presupuestos Generales del Estado, los PGE, o las siglas más importantes que existen ahora mismo, en palabras del presidente del Gobierno.

Pero como siempre intento, obedeciendo a una regla que me impuse a mí mismo cuando comencé esta serie de artículos en marzo de 2017, traer a colación una obra literaria, esta semana me ha venido a la mente una que ya les comenté, y disculpen la petulancia de citarme, en el que se publicó el 13 de octubre de 2017: La Divina Comedia, de Dante Alighieri. Las asociaciones mentales son algo asombroso, pero en este caso me comprenderán pues, igual que en la obra del insigne literato italiano se habla del infierno, el purgatorio y el paraíso, la discusión de los PGE se está centrando no ya en las partidas concretas y las medidas en materia de gestión tributaria que puedan relanzar nuestra maltrecha economía, sino en la supuesta existencia de paraísos e infiernos fiscales en la nación.

Parece ser que Esquerra Republicana de Catalunya ha puesto como condición para aprobar los presupuestos que las diferentes comunidades autónomas confluyan en una armonización fiscal. Parte de la gestión en materia de tributos está cedida a las propias CCAA, pero lo que pretenden ahora los independentistas catalanes, tan renuentes a aceptar que nadie se inmiscuya en sus competencias, es acabar con el «paraíso fiscal» de Madrid. Yo estaría de acuerdo en esa armonización fiscal siempre que se cumplieran dos preceptos: hacerlo mediante una norma legislativa consensuada, no de facto a través de la Ley de Presupuestos o sus normas de acompañamiento y, ya puestos, que tenderíamos hacía el paraíso, y no hacía el «infierno fiscal» de Cataluña y de otras regiones, incluida la nuestra.

En fin, España siempre tan peculiar. Mientras los países de nuestro entorno bajan impuestos como medida de reactivación económica, aquí, en lugar de copiar las políticas fiscales de éxito, como las de Madrid, nos van a imponer una ortodoxia fiscal obsoleta y que es la culpable de la fuga de empresas de Cataluña hacia la Capital de España. El señor Rufián debería plantearse el motivo por el que los berlineses sólo saltaban el muro en una dirección. Entonces entendería porqué las empresas catalanas se instalan en Madrid, y no a la inversa.

Elche, como gran ciudad que es, tampoco es ajena a los vaivenes políticos que la discusión de los PGE está desatando. De hecho la oposición en el consistorio pidió un pleno extraordinario para debatir posibles aportaciones para mejorar la escasa, por decir algo, consideración de las cuentas del Estado con nosotros. Como sabrán ustedes, la cuestión terminó de una forma tragicómica, pues el alcalde convocó ese pleno cuando el trámite de presentación de enmiendas ya había finalizado en el Congreso de los Diputados. No voy a ahondar más en la cuestión, pero les recomiendo el artículo al respecto de Gaspar Maciá, el pasado domingo en Información, que narra este capítulo con su habitual retranca y su excepcional estilo.

Retomando la terminología de Alighieri en La Divina Comedia, me pregunto dónde está Elche en el paraíso que nos intenta trasmitir el equipo de gobierno, con sus niños pedaleando sonrientes al colegio y sus calles peatonales rebosantes de actividad, preludio de la ingente actividad económica que las hojas de acanto de la flamante Plaça de Baix nos depararán, o es el infierno del mercado central en ruinas, de los edificios apuntalados, el caos en el tráfico rodado, la precariedad laboral y el miedo por el futuro que muchos ciudadanos constatan. Quizás ni lo uno ni lo otro, ni infierno ni paraíso, sino una suerte de purgatorio en el que estaremos inmersos hasta que llegue el día que tengamos un alcalde y unos concejales que tengan una idea clara de la ciudad que queremos lograr y pongan esa idea en marcha, sin que les importe que desde Madrid o desde Valencia los apeen de su poltrona. Ciencia ficción.