Hace ahora casi dos años, el 25 de enero de 2019, publicaba en esta misma sección un artículo titulado Las ruinas de Detroit. En aquella ocasión les comentaba que siempre resulta interesante fijarnos en las ciudades que funcionan mejor que la nuestra, que son muchas por desgracia, para intentar importar sus modelos de éxito y sus experiencias de excelencia. Pero, quizás, también deberíamos fijarnos en ciudades que, tras un pasado esplendoroso y próspero, se han convertido en ejemplos a evitar, y ponía como ejemplo y caso paradigmático el de Detroit, en los Estados Unidos.

Aquel artículo venía a colación de la famosa lista en la que año tras año aparece Elche, y que también año tras año venimos poniendo de relieve, de los barrios más pobres de España. El año que acaba de concluir también tuvimos el dudoso honor de aparecer en ese ignominioso elenco. Claro que, ahora mismo, la situación general es tan catastrófica, tanto en lo sanitario, como en lo social y en lo económico, que estas cuestiones han pasado casi a un segundo plano en nuestra ciudad y en el conjunto de España.

No sé si será por esa dejadez catastrofista en la que estamos instalados, por la gestión, o más bien por la ausencia de ella, del Gobierno de la nación, pero parece ser que los datos macroeconómicos de España son los peores de todo el mundo desarrollado. Cuando finalmente esta horrible situación concluya, no saldremos más fuertes, como pregona la propaganda gubernamental, sino que habremos retrocedido muchos años en términos de creación de empleo y de riqueza.

Otros países, en cambio, pese a estar igualmente azotados por la pandemia, de la que nadie escapa, están tomando medidas para que, cuando la situación se normalice, puedan relanzar su tejido productivo. Un buen ejemplo de estos países lo encontramos en Eslovaquia. Esta joven democracia centroeuropea es sede de enormes factorías de algunos de los principales fabricantes de automóviles del mundo (Volkswagen, PSA y Hyunday), y es actualmente el mayor productor de automóviles por habitante de la Unión Europea.

Es cierto que España, pese a la caída de la producción de un 68,4% en la fabricación de vehículos que había experimentado ya en el primer semestre de 2020, sigue siendo el octavo productor mundial. La diferencia con Eslovaquia es que ese pequeño país está acometiendo una revolución en su modelo de negocio para favorecer, a corto plazo, la conversión en masa de las cadenas de producción de automóviles con motores de combustión interna a otros totalmente eléctricos.

Obviamente, la transformación que propone Eslovaquia, impulsada desde su propio gobierno, no está exenta de preocupaciones por parte de algunos segmentos de la población. La producción de un coche eléctrico requiere diez veces menos componentes que la de uno convencional, por lo que el país podría perder puestos de trabajo. Eso, en un pequeño país de 5,3 millones de habitantes, como del que estamos hablando, en el que el sector del automóvil supone un 13% de su producto interior bruto, podría representar un serio problema.

Pero los emprendedores locales no permanecen ajenos a la cuestión y ya se están posicionando. Como refería hace poco en un artículo sobre este tema el diario italiano La Repubblica, se están creando empresas como las que dirige Juraj Ulehla, que ha fundado Voltia, un negocio que se dedica a transformar furgonetas en vehículos eléctricos para alquilarlos posteriormente, y Greenpoint, una red de puntos de recarga que se está extendiendo por todo el país. Además, Eslovaquia está aprovechando los fondos de cohesión de la UE para favorecer a toda una pléyade de start-ups que están surgiendo gracias al empuje del sector.

Este es el debate, en definitiva, que se está viviendo ahora mismo en Eslovaquia. Mientras tanto, en España, los políticos en vez de discutir cuestiones como estas, por el bien del país, se dedican únicamente a pergeñar estrategias para perpetuarse en sus respectivas poltronas, dado que la mayoría de ellos no tienen, como se dice popularmente, ni oficio ni beneficio en la vida real.

El último caso es el del aún, a pesar de que su permanencia en el cargo no sea ni ética ni estética, ministro de Sanidad, Salvador Illa. Que un ministro cuya solvencia en el desempeño de su cargo está más que cuestionada pase a ser candidato en unas elecciones autonómicas es legítimo. Que el presidente del Gobierno, y el propio Illa, midan los tiempos electorales en función de intereses partidistas y en medio de una situación tan grave como la que padecemos no lo es.

Sin embargo, el debate propiciado por la oposición no se centra en la nefasta gestión de Illa y del conjunto del Gobierno al que pertenece, sino en el hecho de que el otro día tomara el AVE a Barcelona sin llevar puesta la mascarilla. En Elche ha ocurrido algo similar. Parece ser que el alcalde, aunque no lo puedo asegurar, charlaba el otro día amistosamente con seis personas en la vía pública y con una cerveza en la mano. En este caso la oposición también ha cargado contra él, cuando sobrarían motivos para hacerlo por su gestión.

No creo que el problema sea que los políticos se quiten la mascarilla. En ese caso bastaría con que se les propusiera para una sanción administrativa, como se hace con el resto de los ciudadanos. El verdadero problema es que se han quitado la careta. De modo que mucho cuidado con seguir fomentando el enfrentamiento, especialmente por parte de los que ostentan cargos públicos. Las lamentables imágenes que hemos presenciado en Washington D.C. ya las habíamos visto en España. Esperemos que no se repitan jamás, ni allí ni aquí.

Por cierto, empezamos el año sin hablar de literatura. Mal comienzo. Esperemos que 2021 termine mejor de lo que ha empezado.