Esta semana retomamos la vena narrativa que infunde todo su sentido a esta sección, aunque no lo hacemos hablando de una obra literaria en concreto, sino de uno de los aspectos más interesantes a la hora de analizar cualquier texto, como es el punto de vista que utiliza el narrador. Qué duda cabe que una de las primeras cuestiones que se plantea el escritor cuando se enfrenta a la página, o a la pantalla, en blanco, es la voz a través de la que nos va a trasmitir su historia. Esa voz puede ser la de uno de los personajes involucrados en la trama, o puede ser un narrador externo que los conozca a todos pero que no sea ninguno de ellos.

En la práctica, el creador puede adoptar, básicamente, tres puntos de vista: hacerlo en primera persona, en segunda o en tercera. En el primero de ellos, como decíamos, uno de los personajes asume la carga narrativa y el lector ha de presumir que ese individuo es el más próximo a la acción, proporcionando una visión íntima y retrospectiva de la mente de ese personaje. Como ejemplos de esta forma de contar una historia, podríamos citar a F. Scott Fitzgerald, con su personaje Nick Carraway, de El gran Gatsby, o a uno que resulta muy conocido, como Ishmael, el protagonista de Moby Dick, de Herman Melville.

La narración en segunda persona es poco frecuente en la novela. No obstante, quien la utiliza lo hace para arrastrar al lector hacia la historia y hacerlo sentirse partícipe de ella. Siendo pocos, como les refería, los autores que recurren a ella, hay dos ejemplos magníficos, como Si una noche de invierno un viajero, de Ítalo Calvino, o Diario de invierno, de Paul Auster.

Con todo, lo más frecuente es que el escritor recurra a una tercera persona para que narre el devenir de los acontecimientos. A su vez, este tipo de punto de vista se subdivide en dos: el narrador omnisciente en tercera persona, y el narrador limitado en tercera persona. El primero conoce todo lo referente a la trama y los personajes, puede entrar en sus mentes y desplazarse hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, añadiendo sus propias opiniones y observaciones a las de los personajes. Como ejemplos de ello, podríamos citar la novela del chileno Roberto Bolaño, 2666, o una del ruso León Tolstoi, Ana Karenina. El punto de vista del narrador en tercera persona limitado, o cercano, consiste en que el escritor se identifica con un personaje, pero realiza la narración en tercera persona. Este estilo le permite acceder a los pensamientos y a los sentimientos de los personajes, conservando una visión externa. El ejemplo más conocido de este último es 1984, de George Orwell, obra en la que los únicos pensamientos y sentimientos que se nos transmiten son los del protagonista, Winston Smith, pero éste, que es el narrador, desconoce los de los otros personajes.

En el panorama político patrio, que se ha convertido en una suerte de «Patio de Monipodio», últimamente podemos extraer ejemplos de narrativa que asombrarían a cualquier estudiante de filología en su clase de crítica literaria, e incluso a varios catedráticos bien avezados en la materia, pues el discurso político se ha tornado inescrutable. Uno de los discípulos más aventajados en esta disciplina es el portavoz del asunto pandémico, el ínclito Fernando Simón, quien a fuerza de aparecer públicamente una y otra vez, equivocarse en sus predicciones cada vez que lo hace, y ser objeto de la burla de todos, le ha tomado el gusto al asunto y repite sus propias sandeces que, a estas alturas, maldita la gracia que hacen. Es un ejemplo típico de narrativa en primera persona.

Después tenemos a su jefe directo, el ministro y candidato Illa, del que hablábamos la semana pasada por quitarse la mascarilla y la careta. Este señor sería un ejemplo de narrativa en segunda persona. Él no tiene la culpa de nada. Somos nosotros, a los que nos hace partícipes de su relato, incluyéndonos en su discurso para hacernos ver que todos somos culpables de esta situación, todos menos él y el gobierno del que forma parte, por supuesto, que pasan de puntillas sobre todo, menos por la percepción de sus emolumentos a final de mes. No sé ustedes, pero a mí que me estén recortando mis libertades unos señores como el propio Sr. Illa, la ministra de Igualdad, el de Universidades, o el de Consumo, a los que no acierto a comprender por qué les pagamos el sueldo, empieza, por decirlo educadamente, a incomodarme.

Pero el número uno, el narrador omnisciente, el que está por encima del bien y del mal y mueve nuestros designios es él, su persona, el gran timonel, Pedro Sánchez. Él sabe lo que conviene en todo momento, Iván Redondo se lo aconseja. Hay pandemia: cede las decisiones a las Comunidades Autónomas. Hay nevada: espera a que escampe. Sube la luz: es coyuntural y sólo un 110%, no como en tiempos de Rajoy, que subió, nada más y nada menos que un 8%.

Claro que en Elche no nos quedamos a la zaga. El Gobierno Municipal se ha reunido y ha hecho un sesudo análisis de los problemas que debe afrontar la ciudad después de casi seis años de mandato del PSOE y Compromís, y nuestro alcalde nos lo ha explicado, en primera persona por supuesto: «Vamos a afrontar los retos de la ciudad, tales como el Mercado Central, el edificio de Riegos del Progreso y el Hotel de Arenales». Todo ello novedades que han surgido los primeros días de este año. Menos mal que, para ayudarnos contaremos con dos ilicitanas en el Gobierno Valenciano, la consellera de Innovación, Universidades, Ciencia y Sociedad Digital, Carolina Pascual (la del Centro de Diseño y Moda del Calzado que nos tenían que hacer en Elche) y la recién nombrada secretaria autonómica de Cooperación y Calidad Democrática, Toñi Serna. ¡Estamos salvados, aleluya!