-El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.

«Casablanca» (1942), película de Michael Curtiz.

Me llama un amigo al borde de un ataque de nervios. «¿Es que no ves lo que nos están haciendo? ¡Ahora nos obligan a desayunar en casa! ¿Y qué pasa con mi caña de mediodía?», espeta, para proseguir con una prolija serie de improperios y escarnios hacia los gobernantes de todos los ámbitos territoriales y colores políticos, acusándoles de tramar una confabulación para fastidiarnos la existencia. La situación pandémica se está poniendo cada vez más complicada, pero dejarnos sin bares y cafeterías significa cruzar una línea roja que en este país acarrea funestas consecuencias. No solo para los castigados propietarios y empleados de estos establecimientos, sino para la derrengada población en general y el maltrecho subconsciente colectivo, que tanto intrigó a Jung. De ahí que haya dirigentes que saben lo que se juegan, como la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, que contrariamente a su homólogo valenciano, Ximo Puig, ha advertido que la hostelería no se toca, que la hostelería es Madrid y Madrid es España, por lo que la hostelería es España dentro de Madrid, como en un cóctel de Chicote (Perico).

La cruda realidad es que las más aciagas previsiones se están confirmando y los hospitales ilicitanos están peor que nunca, como consecuencia de un diciembre y un comienzo de enero llenos de puentes, seudofiestas, alumbrado navideño y a-mí-no-me-pasará-nada. A ello se unen los tarambanas que celebran fiestas en la terraza de hoteles, en una casa con un salón atestado o en una «rave» despendolada, y otras manifestaciones de insensatez/negligencia/sociopatía, desde la escala más básica del rechazo a las mascarillas hasta el contumaz negacionismo, pasando por la perniciosa militancia antivacuna. Mientras, Carlos González tiene cada día a las puertas de la Alcaldía a un colectivo distinto quejándose de las dramáticas repercusiones de las medidas anti-convid en sus negocios, ya sean los hosteleros, las peluquerías, los hosteleros otra vez, el ocio nocturno, el diurno, los autónomos, los dependientes (de los comercios), los independientes... Y aunque el alcalde les instruya en la retahíla (tardía, insuficiente y enmarañada) de ayudas oficiales, al final, la conclusión es que no hay sitio pa tanta gente.

Aseguran quienes estudian estas cuestiones que el peliagudo asunto del covid está afectando a la salud mental de la población (aparte del personal sanitario, que ya lleva lo suyo) más de lo que se cree o se ha estudiado, y eso se traduce, entre otros efectos nocivos, en un aumento de las psicopatías conspirativas. De hecho, el término «conspiranoia» figuró entre las finalistas a palabra del año 2020 de la Fundación del Español Urgente (FundéuRAE), que finalmente escogió el vocablo «confinamiento». También figuró entre las voces seleccionadas por la Sociedad Alemana de la Lengua (GfdS): «verschwörungserzählung», o sea, relato conspirativo. La verdad es que me gusta más que en castellano. No me dirán que no es una palabra (en realidad dos en una) rotunda, hermenéutica e intrigante y que incluso a quienes no conozcan la bella lengua germánica (no es mi caso, estoy acostumbrado a leer a Goethe y a Schopenhauer en alemán de Hesse) les evocará reminiscencias de algo tenebroso y siniestro, amén de cierta aspereza palatal al pronunciarla (si lo consiguen).

Y es que los relatos, cuentos y teorías conspirativas brotan por doquier durante esta pesadilla vírica que nos acogota y subyuga desde hace más de diez meses. Por este motivo, resulta cada vez más difícil discernir lo real, según los parámetros racionales comúnmente admitidos, de lo inventado, tergiversado, falseado, delirado o rebozado con huevo y harina. Tanto es así que me llama otro amigo (el anterior está más calmado, tras haberse agenciado un tarro de nescafé y unos biscotes) para poner el grito en el cielo por una confabulación vegano-ecologista respaldada desde la sombra de una jacaranda por la edil medioambientalmente sostenible, Esther Díez.

Asegura que bajo una embelesadora propuesta de «restaurar ambientalmente» el tramo urbano del cauce del Vinalopó, recientemente presentada al bipartito, se esconde una pérfida conspiración contra el arte y los artistas locales (y algunos de fuera). Aparentemente, la propuesta consiste en plantar en el lecho del río ejemplares de flora autóctona, tipo cantueso, rabo-i-gat, bufalaga y picapussa, y algo más crecidito, para transformar el paraje en una especie de Jardín del Turia de València, aunque sin desviar el río ni la rambla (por el momento). Y con el tiempo, quizás podríamos disfrutar de un nuevo macroespacio econatural en pleno corazón urbano, con su correspondiente vegetación palustre, sus cercetas pardillas, sus malvasías, sus chorlitejos, sus cigüeñuelas y hasta mújoles y anguilas.

Sin embargo, me insiste mi alterado interlocutor que bajo la piel de corderito lechal de la estrategia blanquiverde 2030, los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU, el convenio de París y los postulados de las smart cities, lo que en realidad persiguen los promotores de esta iniciativa es acabar con el mural del Víbora, que serpentea por los casi tres kilómetros urbanos del cauce, al eliminarse la solera de hormigón para la susodicha plantación. Y esta conspiración llega en el momento en que, según me cuenta, compungido, los promotores del Víbora se disponían a darle otra pasada (el año anterior no se pudo, así que se aplazó al 2021), esta vez utilizando solo blanco de España, para evitar componentes tóxicos que contaminen las cristalinas e impolutas aguas del río. Se volvería a convocar a decenas de artistas locales y de fuera (incluso internacionales), como en el primer víbora de 1991, cuando entró en el libro Guinness de los récords; o en su versión actual, realizada en 2014 con participación de varios cientos de artistas locales y foráneos, y espontáneos.

Ya se está constituyendo una plataforma ciudadana, bajo la denominación (provisional) de Salvem L’Escurçó, con el objetivo de reclamar la declaración del mural fluvial como BIC, BRL, BMRP o, en su defecto, BMW. Se espera contar con la adhesión del PP, puesto que su líder, Pablo Ruz, apoyó de manera entusiasta la segunda imprimación viperina en su etapa de responsable cultural. Habrá también los consabidos escritos de queja y amparo ante el Síndic de Greuges, Sindicatura de Comptes, Consell Jurídic Consultiu, Icomos y la dirección general de Transición Ecológica (más que nada por darle algo de trabajo a nuestro paisano, el exconcejal compromisario Antonio García). No se descarta llegar incluso hasta el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos (que ampara también a los pintores y artistas de todos los géneros).

El sector artístico-cultural (aunque también hay veganos y amantes de los animales en el colectivo) está dispuesto a dar batalla y a reivindicar el valor intrínseco del arte efímero frente a los carrizales, matorrales y fauna asociada, bajo el lema «El arte absorbe carbono y oxigena la mente». Hay que seguir atentos al asunto. A no ser que estemos ante un verschwörungserzählung en toda regla, y los ecologistas y la concejal lo único que pretendan es poner unos macetones de esos gordos con palmitos, espino negro, lentisco y, si cabe, algo de efedra.

Mientras esperamos acontecimientos al respecto, voy a ir haciendo cola en el apeadero Elx-Matola-Dama de Elche porque ya falta poco para que se pongan a la venta los billetes del AVE a Madrid. Dijo el ministro Ábalos que sería a finales de enero. Y un ministro nunca miente. A no ser que se trate de otro verschwörungserzählung. Me sabría mal, porque ya tengo el salvoconducto para poder viajar: he comprado un kilo de sal de Santa Pola para desplazarme como voluntario para echar una mano en el deshielo de la capital. Atenta la compañía.