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Esperando a Godot

Magistra vitae

Gutiérrez Mellado y Suárez con los golpistas

En el año 88 a. C. se produjo un acontecimiento histórico que, si bien no está demostrado que fuera el primero de ese tipo, sí es el primero que está perfectamente documentado por escrito por diversos autores (Apiano, Cicerón, Plutarco y Salustio, fundamentalmente). Ese hecho sin precedentes supuso que la República romana fuera atacada por uno de sus propios generales, Lucio Cornelio Sila (Lucius Cornelius Sulla, en latín), para, de esa forma, tomar el poder que había perdido al decidir el Senado otorgárselo a su competidor, Cayo Mario (Gaius Marius). En definitiva, nunca un ejército romano había despreciado la lealtad debida al Estado para anteponer la que tenían a un general, desencadenando una vorágine de violencia que, eventualmente, supuso la desaparición de la República. Por eso, muchos afirman que el episodio que les he relatado fue el primer golpe de estado, entendiendo por ese concepto el que tenemos hoy día, es decir, el ejercicio de la violencia contra el Estado con el objetivo de alcanzar el poder político.

Sila fue nombrado dictador tras la promulgación de la Lex Valeria, que le otorgaba todo el poder ejecutivo, legislativo y judicial, aparte del dominio sobre el ejército que ya se había granjeado para lograr sus objetivos. Además, no se establecía un límite temporal a su mandato. Pero no todo lo que hizo fue negativo a la vista de los historiadores. De hecho, introdujo una serie de reformas que pretendían reestablecer la supremacía que el Senado había ostentando, así como algunos cambios en la Administración, que perduraron hasta el final de la época republicana, consistentes en un incremento notable del número de juzgados penales, la promulgación de leyes para prevenir los alzamientos de los gobernadores de las provincias, el requisito de que los tribunos de la plebe tuvieran que elevar al Senado sus propuestas para su aprobación, así como varias leyes que pretendían proteger a los ciudadanos de los abusos legales.

En definitiva, Lucio Cornelio Sila Félix (nombre éste último que él mismo añadió al suyo), fue un hombre de contradicciones. Hasta el punto de que, teniendo todo el poder en su mano, a principios del año 79 a. C, renunció a su dictadura y se retiró a una villa en la localidad de Puteoli (actual Puzzuoli), en el golfo de Nápoles. Sobre los motivos de esta renuncia se han intentado dar múltiples interpretaciones, pero la que mayor consenso suscita es la que expone que su causa fue un acto de honradez de un hombre, que consideraba que las reformas que se había propuesto llevar a cabo se habían completado. Poco más de un año después, Sila falleció a causa de unas fiebres, dejando dos hijas y otra póstuma, a la que daría a luz su quinta esposa, Valeria.

Si les he contado todo esto, añadido al título del propio artículo de esta semana, que es parte de una expresión clásica que ya utilicé la semana pasada y que ustedes conocen, es porque el martes, mientras veía las noticias en casa, pronuncié una frase de una incorrección política extrema, pero de la que no me arrepiento. La cuestión es que en la televisión se estaba hablando sobre el golpe de estado del 23 de febrero de 1981. El locutor narraba, mientras se podían ver las imágenes de la irrupción en el Congreso de los Diputados del teniente coronel Antonio Tejero, como tres diputados no se tiraron al suelo al oír las ráfagas de subfusil que los golpistas dispararon al techo del hemiciclo: Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo. En ese momento del relato, mi mujer comentó que «aquellos políticos eran mucho mejor que los de ahora», a lo que yo repliqué, recordando otra anécdota de aquel día que había oído por la mañana en una emisora de radio, según la cual a una diputada socialista embarazada de gemelos se le permitió abandonar el edificio, que «hasta los golpistas eran mejores antes».

Como comprenderán, mi exabrupto no pretendía, ni muchísimo menos, ser una justificación de los que, mediante el uso de la fuerza, pretendían subvertir el orden constitucional de la entonces joven democracia española. Lo que pretendía era, de una manera hiperbólica, ensalzar a todos los que aquella noche, y en los días que siguieron, tomaron todas las medidas necesarias para garantizar el restablecimiento del imperio de la ley, en contraposición a los que el 23F, pero de 2021, no participaron en el acto institucional que celebraba el fracaso de la asonada de 1981 y criticaban, en un entremés grotesco, la misma democracia que les permite vivir con holgura y comodidad pero que, paradójicamente, quieren destruir.

El mayor problema, con todo, es que esos histriones patéticos son los mismos en los que el Gobierno se apoya y que controlan, en sus respectivas regiones, un arma más poderosa que todas las legiones de Lucio Cornelio Sila Félix: la educación. No encuentro otra explicación a lo que ocurre en un país en el que se justifica el delito, siempre que lo rapees, o en el que se sube la subvención a los sindicatos en el mismo porcentaje que se pretende elevar la cuota de los autónomos.

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