«Acerca del tamaño del sol: el ancho de un pie humano».

Heráclito (544 a.C.-484 a.C.)

filósofo griego.

Existía una inusitada expectación entre la ciudadanía ilicitana por comprobar cómo sería el regreso de la corporación municipal a los plenos in person, la vuelta a las sesiones cara a cara, sin ese sonido que se entrecorta, esas imágenes que se congelan y los críos que reclaman el protagonismo (en pantalla o en off) en plena argumentación del progenitor/a. Curiosidad acrecentada en buena parte por la elección de la sala El Bailongo para la celebración del reencuentro corporativo y no el centro de congresos, donde hasta ahora habían acontecido los cónclaves en la era covid. El lugar elegido, donde tantas personas en su tercera juventud disfrutan dándole ritmo a su vida y cabrioleando en la pista junto a su pareja, ¿sería un buen augurio de un retorno con nuevos ánimos de concordia y entendimiento por parte de sus señorías, con posibilidad incluso de acercamiento y algún que otro restregón en la pista, aunque fuera con la protección de la mascarilla?

Hubo quien ya estaba imaginándose al popular Pablo Ruz dirigiéndose a la socialista Patricia Macià en estos términos: «Grácil y diligente guardiana del erario municipal, sin par valedora de los remanentes de tesorería y adalid de la ejecución presupuestaria, lucero de mi fiscalización y virtuosa del gasto reconocido, ¿me concedéis este baile, y de paso una rebajita impositiva, aunque sea el IBI nada más?». «Bailar podemos bailar, pero de pegados nada, que corra el aire y sin toqueteos a las ordenanzas fiscales, que conozco tus intenciones», alegaría la edil, poco propensa a engatusamientos torticeros.

Durante la sesión plenaria se exteriorizaron muchas expresiones de alegría por el reencuentro, además de amagos de escarceos y algún tímido roce, pero el acercamiento no pasó a mayores, porque una parte de la concurrencia prefería música para bailar agarrado, otra reclamaba pasodobles y una tercera se decantaba por el indie hispano. También es verdad que por muchas ganas de reencontrarse y por mucho apego que sintieran, las normas anti-covid y la imperativa ventilación impidieron los bailes pegados. Así que aunque hubo algunas pícaras miradas de soslayo o abiertamente insinuantes de una a otra banda, nadie se atrevió a sacar a la pista a ningún componente del flanco opuesto. Quizás así se habrían arreglado algunas vanas controversias que ocuparon buena parte del pleno. Ya se sabe que bailar pegados es pactar.

Y es que en este reencuentro interruptus pronto quedó nuevamente de manifiesto, por si existía alguna duda, que nada había cambiado durante la diáspora, y que tanto ahora presencialmente como antes telemáticamente, los integrantes de la corporación local continúan sin ponerse de acuerdo ni en lo que están de acuerdo. En la sesión anterior ocurrió con la petición de ayudas europeas para el calzado, y en esta, con la defensa del trasvase Tajo-Segura. ¿Importaba mucho si el apoyo municipal se manifestaba a través de una declaración institucional sin debate o de una moción respaldada unánimemente por todos pero con debate? Pues para el bipartito y el PP sí, y mucho.

El gobierno local (más concretamente el alcalde, Carlos González) defendió la primera fórmula con el énfasis que le caracteriza, más que nada porque bajo la excusa de la declaración institucional evita críticas al Gobierno central por los nocivos efectos de sus acciones u omisiones en las materias referidas. En cambio, los populares, por boca del pertinaz Ruz, reclamaron la vía de la moción precisamente por ese motivo, para poder repartir estopa y epítetos nada amigables al equipo de Pedro Sánchez, como finalmente sucedió. Aunque luego pelillos al Vinalopó y aprobado por unanimidad. Es decir, el orden de los factores no altera el producto, pero a veces la alteración es producto de los factores del orden (del día).

Y ya que sale a colación la alteración de los factores, debo confesar y confieso que, como vecino, no siento ningún apego por la cruz de los Caídos y, por consiguiente, de entrada me da igual si la derriban o no. Llámenme desarraigado (e incluso renegado), después de que mi niñez transcurriera jugando al guá y a la trompa en torno a este inmarcesible monumento, y de continuar topándomela día sí y día también desde entonces. O sea, que más propenso al apego que yo, nadie. Pero el apego no lo siento. Lo siento. En cualquier caso, como parece que va a ser un tema recurrente en los meses que tenemos por delante (y sobre todo el próximo año), por mor del proyecto de remodelación del Passeig de Germanies a raíz de la apertura al público del refugio del subsuelo, tiempo tendré de decantarme por una u otra opción. O de seguir en el grupo de los abstencionistas, posición peligrosa en estos tiempos tan polarizados.

Viene esta confesión a cuento de que, por si estábamos faltos de algún estímulo más en este pandemonio pandémico, parece inevitable una nueva controversia político-social a costa de la eventual retirada de la susodicha cruz. La portavoz municipal de Vox, Aurora Rodil, ya advirtió en la sesión del Bailongo que su formación estará, como no podía ser de otra manera, al lado de quienes se opongan al derribo e incluso arengó a los conservadores (del monumento) a rebelarse contra la previsible tropelía de la izquierda atea, iconoclasta y desapegada. «La cruz prevalecerá», profetizó. Y el popular Juande Navarro dijo amén (además de un padrenuestro). Advertidos quedamos.

El bipartito defiende que no es quitar por quitar, sino quitar dentro de un proyecto que incluye musealizar el refugio y transformar la plaza en un nuevo espacio dedicado a los Derechos Humanos. Y claro, la cruz erigida para honrar a los fallecidos del bando vencedor en la guerra civil, pues como que no se imbrica muy decorosamente en ese espíritu (o tal vez sí, si le dan algunas vueltas al asunto de la reconciliación). Y además está lo de la ley de memoria histórica y tal. Serán lo que sea, aseguran, pero no crucicidas: ahí están, si no, las cruces de término medievales repartidas por la ciudad para avalarlo.

No será el primer intento. Ha habido desde la década de los 80 del pasado siglo varios amagos (infructuosos, como es evidente) por parte de los gobiernos socialistas de eliminar la cruz de los Caídos, que incluso dio nombre popular a toda esta zona del Pla. Por cierto, mi buen amigo el historiador Miguel Ors (al que seguro que meterán en un lío cuando le pidan un informe sobre este asunto), me comentaba que el ayuntamiento franquista estuvo a punto de bautizar Carrús como el barrio de los Caídos (por Dios y por España, por supuesto), pero como les faltaban calles para tantos nombres, tuvieron que repartirlos por otras zonas de expansión de la ciudad, con lo que unos no iban a ser menos caídos que otros, y por fortuna desistieron.

Los ímpetus de la restauración democrática solo alcanzaron para eliminar el yugo, las flechas, el altar de mármol y recuperar el nombre histórico del paseo. Más tarde, pese a las nuevas propuestas de derribo por parte de los ediles más izquierdosos, se decidió que la cruz quedase como un homenaje a los fallecidos en los dos bandos durante la guerra civil. Y así ha seguido hasta ahora.

La polémica, pues, será inevitable, no solo entre el vecindario sino sobre todo la político-social, por si nos faltaba animación. No es descartable el surgimiento de alguna plataforma, asociación o consorcio tipo Salvemos la Cruz (desconozco si el monumento es de estilo racionalista, como el mercado central), más las consiguientes denuncias ante el Síndic e incluso los tribunales. ¡Señor, qué cruz!