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Esperando a Godot

El fracaso de la educación

Aula informatizada en un centro educativo de la provincia.

Recuerdo que en una visita que hice a la Universidad de Salamanca, hace tres años, me mostraron la austera aula en la que Fray Luis de León daba clase. El espacio se conserva tal y como era en el siglo XVI, cuando el erudito agustino ocupaba la cátedra de Teología: unos modestos bancos de madera sin labrar, que hacían las veces de asientos y pupitres de los alumnos, y una especie de púlpito, desde el que el profesor impartía su materia, eran las únicas piezas de mobiliario de la estancia. En este modesto contexto narra la tradición que Fray Luis de León pronunció la celebérrima frase de «Como decíamos ayer», al reincorporarse a su cátedra, tras ser procesado por la Inquisición y haber permanecido en prisión cinco años por traducir a la lengua vulgar las Escrituras.

Desde el siglo XVI hasta la actualidad el hombre no ha cambiado tanto como se puede suponer. Nuestros anhelos, nuestros deseos, nuestros temores, nuestros vicios y nuestras virtudes son exactamente los mismos ahora que hace cinco siglos. La principal diferencia entre las sociedades de épocas tan dispares radica, fundamentalmente, en los avances tecnológicos que se han producido, especialmente en los últimos cincuenta años, y que han marcado de forma indeleble la forma de comportarnos y, sobre todo, de relacionarnos. De esto último las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), y en especial las redes sociales, son las responsables.

Si hoy acudimos no ya a un aula universitaria, sino a cualquier clase de primaria o secundaria de un colegio o instituto elegido al azar, comprobaremos que esos espacios poco o nada tienen que ver con los que se utilizaban hasta hace bien poco. La diferencia fundamental es que estas clases están plagadas de elementos tecnológicos. En casi ninguna falta ya una pizarra digital, ordenadores, conexión a Internet wifi, e incluso portátiles o tabletas para todos los alumnos. En muchos centros, especialmente en infantil, la propia disposición del aula ya no es la misma pues, en vez de situarse los pupitres alineados y enfrentados al del profesor y a la pizarra, se distribuyen en diferentes espacios, correspondientes a varios centros de interés o de actividad por los que los niños van rotando.

Es curioso como, cuando uno visita un centro educativo por primera vez, lo primero que sus responsables te muestran con un orgullo poco disimulado es la cantidad de dispositivos electrónicos con los que cuenta el centro y la manera con que usan esas «nuevas tecnologías» para intentar captar el interés de los alumnos y su gusto por el estudio de las diferentes materias. Sin embargo, los padres y sobre todo las madres inteligentes -que son estas últimas las que aún suelen llevar gran parte del peso de la educación de los hijos- se muestran preocupadas por la cada vez mayor dependencia que tienen sus vástagos de ordenadores, videoconsolas y teléfonos móviles, convertidos estos últimos en apéndices de los que no pueden separarse ni un segundo.

Al hilo de esta preocupación de esas madres inteligentes, recordé que había leído en alguna parte algo sobre la proliferación de colegios en Silicon Valley en los que está prohibida la tecnología. Buceando por internet, precisamente, encontré un artículo del New York Times, entre otros muchos, que hablaba de este tema. Al parecer no es ninguna leyenda urbana, sino absolutamente cierto que los altos ejecutivos de empresas como Google, Amazon, Facebook o Microsoft envían a sus hijos, justamente, a colegios en los que están prohibidos los ordenadores, las tabletas, los móviles y ni siquiera tienen conexión a internet.

¿Qué herramientas utilizan entonces estos centros? Muy sencillo: libros de papel, tijeras de recortar, barro para moldear, e incluso agujas de tricotar. ¿Por qué esos ejecutivos que se pasan el día programando, diseñando aplicaciones o haciendo más atractivas las redes sociales, para hacer dependientes a los niños y jóvenes de ellas, prefieren para sus propios hijos esta educación? Aunque sea una pregunta retórica y ustedes imaginen la respuesta implícita que esconde, les diré el motivo: ellos son conscientes de que las herramientas, y la informática es una, sólo se debe proporcionar a los niños y jóvenes cuando tengan suficiente madurez, experiencia y conocimientos previos para usarlas.

A nadie se le ocurriría poner en manos de un niño un martillo neumático, una sierra eléctrica o un soplete. Sin embargo, hay progenitores que permiten que su hijo de once años, o menos, disponga de un móvil con conexión a Internet donde puede ver películas porno, acceder a las redes sociales sin ningún control o caer en las garras de alguno de los pederastas que pululan en ellas y que con un sencillo programa informático pueden triangular la posición del niño y localizarlo.

La educación en nuestro país, y me lamenta mucho decirlo, ha entrado en un inexorable declive. Muchas son las causas y sería necesario un análisis muy riguroso y que no sería compatible con la extensión de un artículo como éste; pero simplificando yo diría que los cuatro pilares sobre los que se basa ese fiasco son la indefinición, por la proliferación de leyes en los últimos años, ninguna de las cuales ha tenido un objetivo bien definido; la existencia de tantos sistemas como comunidades autónomas y el arrinconamiento en algunas de ellas de uno de los principales activos de España, nuestro idioma común; el uso de las TIC como un fin en sí mismo, en lugar de como una herramienta; y despreciar lo que los ejecutivos de Silicon Valley quieren para sus hijos: el conocimiento, que es el verdadero fundamento del ascensor social que la educación debería ser.

Por cierto, esta semana, en contra de lo que es costumbre en esta serie de artículos, no les he hablado de ningún libro. El motivo es que el corolario de toda mi argumentación es que lean ustedes todo lo que puedan e inculquen ese hábito en sus hijos. No les regalen videoconsolas ni teléfonos hasta que no tengan al menos catorce años. Regálenles libros. Ahora se enfadarán, pero en el futuro se lo agradecerán.

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