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Esperando a Godot

Confesiones de un mono de Shinagawa

Confesiones de un mono de Shinagawa Daniel McEvoy

Tras un largo descanso de un mes, retomo esta serie de artículos con renovadas energías. Muchas veces es necesario hacer un alto, reflexionar y, en el caso que nos ocupa, dedicar más tiempo a la lectura, pues este es el método más eficaz para después producir un texto digno de tal nombre, es decir, que cumpla con los mínimos requisitos de adecuación, coherencia y cohesión.

Uno de los libros que han caído en mis manos durante este período de asueto navideño ha sido el último del escritor japonés Haruki Murakami. Murakami es, como se suele decir, un escritor de culto. Yo mismo, como ya les he confesado varias veces, soy uno de sus incondicionales. En esta ocasión, Murakami ha producido una obra consistente en ocho relatos breves que, sin ser de lo mejor que ha escrito (para mi gusto, claro), sigue la línea de toda su trayectoria con sus constantes alusiones a lo insondable e intangible que puede llegar a resultar nuestra existencia.

Esas ocho historias breves son Murakami en estado puro y reflejan algunas de sus obsesiones más recurrentes: la música – clásica, de jazz o de los Beatles -, el béisbol y las memorias de sorprendentes amores de juventud. Sin embargo, en esta ocasión no aparecen los gatos, tan frecuentes en todos los relatos del nipón, aunque esa figura felina se ve suplida por un sofisticado mono parlante que aparece en uno de los relatos titulado Confesiones de un mono de Shinagawa.

Esa historia les encantará a aquellos que compartan conmigo el gusto por este autor japonés, puesto que en ella podrán reconocer esos giros tan surrealistas que lo caracterizan y que suelen sobrepasar la delgada y etérea línea que separa la realidad de la ficción. La trama nos cuenta la historia de un escritor que se aloja en un destartalado hotel de una ciudad famosa por sus baños termales, llamados onsen en japonés. En el hotel, el protagonista del relato es atendido por un mono parlante, exquisito en su vocabulario y en sus formas, además de gran aficionado a la música clásica, en especial a la Séptima Sinfonía de Bruckner, hechos todos ellos que explica por haber sido educado por un profesor universitario del barrio tokiota de Shinagawa.

Con todo, la elocuencia del simio y su melomanía no eran lo más extraño, sino su afición por las hembras humanas, que prefiere a las simias, y el modo que tenía de satisfacer esa querencia, que consistía en robar a las mujeres su nombre, su identidad de alguna forma. Esa extraña forma de consumar la pasión del mono ha sido vista por algunos como una metáfora, por la carga simbólica que el nombre y la identidad de una persona encierran; sin embargo, el propio Murakami, en una entrevista concedida a la revista norteamericana The New Yorker, comentó que esa interpretación dependía de cada lector, pero por lo que a él concernía sólo había pensado que la idea de crear el personaje de un mono con una inclinación por el robo de los nombres de otras personas tampoco resultaba tan extraña.

No sé qué pensarán ustedes, pero a mí, visto lo que pasa en nuestro país y en nuestra ciudad, la historia del primate que hurta identidades tampoco me parece rara. Pongamos como ejemplo la historia de un ministro de Consumo (de no consumo debería llamarse), que pone en pie de guerra a un sector productivo cada vez que abre la boca. Si el mono de Shinagawa le robara su identidad, nada perderíamos… No es nadie y nadie se acordará de él dentro de unos años, pero debería recordar la frase de Salustio (después de buscar quién es Salustio en la Wikipedia, claro) cuando dijo: «Es hermoso hacer bien a la república; también hablar bien no es absurdo».

Pero no voy a dedicar una línea más al ínclito prócer, al que no merece la pena ni citar, para centrarme en otros personajes, de la política local en este caso, que, si bien creo que aún recuerdan sus nombres, me parece que han perdido totalmente sus respectivas identidades. Me refiero a la posición adoptada por los políticos del PSOE y Compromís por un lado, y del PP por otro (no sé cuál es la postura de Vox y Ciudadanos ya es completamente irrelevante, sobre todo en Elche) respecto al asunto de la conversión del convento de las Clarisas en un hotel.

No voy a abundar en el fondo del asunto, les remito para ello a la magnífica tribuna de Manuel Alarcón en INFORMACIÓN del pasado martes (Hotel las Clarisas), porque la duda que me asalta a mí personalmente es más de tipo zoológico: saber si el mono de Shinagawa anda suelto por Elche y ha secuestrado no sólo la identidad de Carlos González, Pablo Ruz y Esther Díaz (amén de la de algunos colectivos otrora muy reivindicativos con las cuestiones de las «privatizaciones»), sino también su voluntad.

No se entendería, de no ser por la intervención del simio, que el PSOE, después del pandemónium que organizó por cuestiones como la cesión al CEU de los antiguos juzgados, el proyecto de ceder la gestión del mercado central a una mercantil o la cesión de suelo para la construcción del complejo deportivo junto a El Corte Inglés haya abrazado ahora la «colaboración público-privada» para la cesión por cincuenta años del convento de la Merced a un grupo inversor. Del mismo modo tampoco se entendería el silencio de Compromís y el de grupos que aparecen como hongos cuando gobierna la derecha, como Elx no es privatitza. Como tampoco se entendería que la derecha defendiera ahora lo contrario de lo que defendía entonces.

Podrán ustedes llamarme cínico, pero si les soy sincero, creo que la privatización de ese espacio será la única forma de salvarlo de su total degradación. En un mundo ideal, eso no sería así, sino que el convento debería albergar un museo de arte íbero de referencia internacional; pero dados los gestores que tenemos en Cultura, vale más que hagan el hotel. Al menos nos ahorraremos un buen dinero.

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