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Esperando a Godot

El Señor de las Moscas

El Señor de las Moscas

Uno de los grandes debates a los que se ha enfrentado la humanidad desde tiempos inmemoriales es el de la dicotomía sobre la génesis de la maldad. El villano, el delincuente, el asesino… ¿Nace o se hace?

Quizás, al leer esta breve introducción, habrán pensado que voy a centrar este artículo en los terribles y luctuosos hechos que tuvieron lugar en Elche la semana pasada: el asesinato de unos padres y un niño a manos de su hijo y hermano. Es cierto que he estado tentado a hacerlo porque, además del indudable interés humano que suscita el tema, mi oficio en el ámbito de la educación también ha despertado mi atención desde un punto de vista profesional.

Sin embargo, no voy a dar ninguna opinión sobre el asunto, y no lo voy a hacer porque creo que sobre un tema tan delicado no se deben verter opiniones sin tener un profundo conocimiento del caso. Los medios de comunicación han dado un profuso seguimiento a esta tragedia, pero su información ha sido tan pródiga como falta de rigor y saturada de morbo y opiniones sesgadas.

En cualquier caso, sin centrarnos en un acontecimiento concreto, el debate al que aludía anteriormente sobre la maldad sigue plenamente vigente y ha sido también el leitmotiv de innumerables obras literarias. Una de las más famosas es El Señor de las Moscas, escrita en 1954 por el Premio Nobel William Golding. Se trata de una novela distópica, que influyó en gran medida a los autores de terror y de temas post apocalípticos posteriores, que analiza como en un grupo de adolescentes abandonados a su suerte en una isla desierta aflora el salvajismo latente en el ser humano.

En El Señor de las Moscas se da un conflicto entre los personajes protagonistas, Jack y Ralph, que en su trasfondo es una representación del choque entre una forma pacífica y democrática de entender la vida, como la que defiende Ralph, y una dictadura violenta, que es lo que propugna Jack; dicho de otra forma, Ralph atesora los valores positivos del ser humano, la justicia, la razón, el sentido del deber y la protección de los débiles; Jack es la violencia, la crueldad, la tiranía y la imposición mediante el terror.

Esas dos formas de entender la vida, y la sociedad en el microcosmos que es la isla, llevan al resto de muchachos a alinearse con uno y con otro. La historia nos muestra que los impulsos más primitivos del ser humano prevalecen sobre la civilización, débil en sí misma. De hecho, al final de la novela, Ralph está a punto de ser asesinado por el resto de los chicos y sólo se salva por la intervención del oficial de un barco que los avista e interviene en el último instante.

La visión de Golding, por lo tanto, no puede ser más pesimista. Pero no deja de ser ficción. Es cierto que la novela retrata, como pocas, las miserias más insondables de la condición humana y que fue traducida a más de treinta idiomas e incluida en la lista de los grandes clásicos del siglo XX. Pero también es verdad que fue escrita en un contexto histórico muy concreto, en el que las nuevas generaciones comenzaban a echar en cara a sus padres las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial.

La gran cuestión, en este caso, sería si estamos de acuerdo con ese pesimismo antropológico de Golding o, por el contrario, pensamos que en situaciones tan extremas como la que describe su novela, el ser humano puede ser capaz de dar lo mejor de sí, en lugar de exhibir sus más bajos instintos. Lo curioso es que la respuesta la podemos documentar con un caso verídico muy similar y que sucedió sólo doce años después de la publicación de El Señor de las Moscas.

Ese episodio estuvo protagonizado por seis adolescentes tonganos de entre trece y dieciséis años. Los jóvenes eran todos alumnos de un colegio católico de la capital de su país, Nukualofa. Un buen día decidieron escapar en un pequeño bote pesquero y poner rumbo a Fiyi. Su escasa pericia y la nula preparación de su aventura, para la que no repararon en conseguir ni una brújula, dio con ellos en una isla desierta al octavo día de singladura. Esa isla distaba mucho de ser el paraíso tropical que, influidos por Hollywood, solemos asociar con los lugares que habitan los náufragos. Al contrario, se trataba de una roca inhóspita en la que, no obstante, y gracias a un gran espíritu de sacrificio y colaboración entre ellos, los chicos lograron sobrevivir más de un año, cuando en sus casas ya los habían dado por muertos.

Cuando finalmente volvieron a Tonga, el médico que los examinó se mostró sorprendido por su buena forma física y muy en especial por el hecho de que uno de ellos, que se había roto una pierna, estuviera totalmente recuperado gracias a los cuidados que sus compañeros de aventura le habían dispensado. Ahora bien, eran otros tiempos, así que después de recibir el alta en el hospital, fueron arrestados por la policía, puesto que el bote en el que iniciaron su particular viaje había sido sustraído y su propietario se negó a retirar los cargos que pesaban sobre los jóvenes.

¿Son diferentes nuestros jóvenes a lo que eran nuestros antepasados?

Los adolescentes de hoy en día, no son tan diferentes de esos seis muchachos de Tonga que dieron lo mejor de sí mismos para sobrevivir y cuidar los unos de los otros. La única diferencia entre los seres humanos a lo largo de la historia es el progreso tecnológico que, en los últimos cincuenta años, ha sido vertiginoso; pero las pasiones, buenas y malas, que mueven al mundo permanecen inalterables. Por eso, lo mejor que podemos hacer los adultos por nuestros niños y adolescentes es darles ejemplo, especialmente en la manera de controlar nuestros egos y aprender a vivir con la humildad necesaria para no hacer daño a los demás.

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