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Esperando a Godot

Pippi Långstrump

En los tiempos azarosos que corren, yo me quedo con Pippi frente a Greta.

Pipi Calzaslargas INFORMACIÓN

Vayan por delante mis más humildes disculpas si lo que les voy a contar raya en la inmodestia, pero todas las semanas recibo alguna dosis de retroalimentación por parte de algunos lectores que hacen comentarios sobre mis artículos. A algunos les gusta más la parte que contiene cierta crítica social y política, a otros les entretiene la que se dedica a comentarios literarios. Precisamente a estos últimos debo pedir perdón, puesto que alguno me ha indicado que en el artículo de la semana pasada se había obviado esa parte, leitmotiv de esta serie de artículos, desde que comenzó hace casi cinco años.

Pippi Långstrump

Por eso, esta semana les voy a hablar de una escritora sueca, autora de numerosos libros infantiles, Astrid Lindgren. Quizás su nombre no les suene, pero la identificarán de inmediato si les hablo de su serie de novelas más famosa, que fue llevada a la televisión en los años setenta del siglo XX (en realidad el primer episodio se emitió el 8 de febrero de 1969): Pippi Långstrump, o Pippi Calzaslargas.

La primera entrega de la saga de Pippi se publicó en 1945. Como recordarán los más veteranos, Pippi era una peculiar niña que vestía de una forma muy estrafalaria y vivía sola en una gran casa con su caballo y su mono; se caracterizaba, además, por gozar de una pasmosa fuerza física y por su riqueza, pues poseía un baúl lleno de monedas de oro que la hacían independiente económicamente. Estos rasgos la convertían en un personaje completamente ajeno a los estereotipos sociales de un niño normal, pero al tiempo representaban de una manera arquetípica los sueños de libertad y poder de cualquier pequeño.

La popularidad que alcanzó el personaje literario, sobrepasado más tarde por el que apareció en la pequeña pantalla, llevó a que las novelas de Lindgren fueran traducidas a infinidad de idiomas. Baste citar, por ejemplo, que existen versiones de Pippi Calzaslargas en japonés (Nagakutsushita-no-Pippi) o en hebreo (Bilbec Bat-Gerev). Del mismo modo, también se han producido varios largometrajes en los que la simpar niña sueca es la protagonista.

Pero si los niños y adolescentes del último tercio del siglo XX tuvieron por la niña más famosa a Pippi Långstrump, los del primer tercio del siglo en curso conocen mejor a otra sueca, Greta Thunberg. Ahora bien, se trata de dos modelos tan contrapuestos como los mundos de los que provienen una y otra. Pippi es una niña nacida tras la Segunda Guerra Mundial, que tiene ante sí, y de ese modo lo trasmite, todo un futuro plagado de esperanza. Atrás había quedado la barbarie y la desolación y enfrente se avistaba una forma de vida en Europa occidental plagada de oportunidades y de perspectivas de mejora de la calidad de vida. Greta, por el contrario, supone un modelo antipático, una niña repelente que constantemente proyecta en los demás sus frustraciones, seguramente fruto de una infancia desdichada, conminándonos a vivir peor cada vez, para cumplir una agenda ideológica que ella preconiza desde una atalaya de bienestar que ha heredado de generaciones anteriores a las que ahora critica de forma tan inmisericorde como injusta.

En los tiempos azarosos que corren, yo me quedo con Pippi (y con su baúl de monedas de oro, que no nos vendría mal) frente a Greta. Al menos la primera representa un sueño. La segunda, igual que los gobernantes occidentales que, de una forma absolutamente ridícula, le han rendido pleitesía, representan la pesadilla en medio de la que nos hemos despertado. Esa pesadilla no es otra que un mundo supuestamente libre, pero que depende de la dictadura rusa y de las satrapías de oriente medio para su suministro energético.

Claro que ese «bla, bla, bla» Greta no nos lo había contado. Cuando la señora Merkel, paradigma de los valores de la Unión Europea, decidió continuar con la política iniciada por los socialdemócratas alemanes y desmantelar sus centrales nucleares quizás, sin saberlo, disparó la primera bala del actual conflicto que se está librando ahora mismo en Ucrania. La dependencia energética de Alemania y de otros países europeos es el principal factor que ha llevado a Putin a pensar que nos tiene subyugados, y quizás esté en lo cierto.

A mí, cada vez que oigo hablar de emergencia climática, Agenda 2030 u objetivos de desarrollo sostenible se me ponen los pelos de punta, pues mi cabeza liberal lo traduce automáticamente por subida de impuestos, empobrecimiento y menoscabo de los fundamentos de nuestra forma de vida. No me malinterpreten, por favor. No soy ningún dinosaurio antediluviano, ni pretendo volver a una época en la que se esquilmaban los recursos del planeta por nuestro beneficio egoísta. Pero sin ser un experto en la materia me atrevo a decir que la política energética basada únicamente en las renovables, eólicas y solares, es un fracaso absoluto.

La solución, por supuesto, no pasa por una vuelta masiva a los combustibles fósiles, pero tendremos que convivir con ellos unos años más, al tiempo que desarrollamos una alternativa basada en dos conceptos complementarios: recuperar la energía nuclear, con reactores pequeños y seguros repartidos por toda la geografía europea, al tiempo que desarrollamos lo que podría ser la propuesta definitiva, basada en el elemento químico más abundante del universo, el hidrógeno.

El hidrógeno puede ser obtenido de dos formas, por electrólisis o por termólisis, y su producción es completamente inocua en términos de producción de CO2. Además, se puede presentar en forma de gas o de líquido, por lo que su transporte es sencillo a través de los gasoductos existentes o en barcos cisterna. El único problema es que los procedimientos para obtenerlo requieren, a su vez, un alto consumo energético. Pero si esa energía la obtenemos de fuentes limpias, eólicas, solares y, por qué no, nucleares, habremos solventado de un plumazo los dos principales problemas que existen con las fuentes de energía: la contaminación y el almacenamiento y transporte, al tiempo que nos libraremos de nuestra dependencia energética exterior.

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