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¡Viva Bulgaria!

Hay otros rasgos de enfermedad en las formaciones políticas. Una es la divergencia forzada por la que un grupo -una familia- se asegure puestos y prebendas, sin presentar alternativa programática o ideológica clara

Bulgaria.- Bulgaria anuncia la expulsión del país de dos diplomáticos rusos por presunto espionaje

Cuando se celebró el I Congreso de la Unión de Juventudes Comunistas de España, en 1978, se produjo un hecho característico de las extrañas disputas del comunismo mundial, en un terreno de juego tan inocente como los debates de una organización juvenil. Los países del Este, a veces representados por sus embajadores, querían hacer ostentación, con su presencia, de que no habían perdido su capacidad de influencia en un partido -el PCE- marcadamente “eurocomunista”, crecientemente alejado de la órbita de Moscú. A su vez, ese partido, pilotado por Carrillo y muy secundado por la gran mayoría de los jóvenes dirigentes, estaba dispuesto a dejar clara su posición progresivamente distante. El choque se produjo casi al principio del Congreso, cuando un representante juvenil muy calificado contó, en la tribuna, un chiste “antisoviético” -si no recuerdo mal, alusivo a una supuesta relación sexual entre Trotsky y la compañera de Lenin-. Lo que provocó el inmediato abandono de la sala de la delegación de Bulgaria. En otros momentos, la flor y la nata de los revolucionarios del Este fueron yéndose. La cosa salió bien. Hoy no sería posible. Más que nada porque contar un chiste sería condenado por todos los puritanismos: la política se ha vuelto algo muy triste, sin ironía. Pero el caso es que así se las gastaban los camaradas búlgaros.

De ahí lo del “voto a la búlgara”: las votaciones al 100%, o al 99´8, que siempre podía haber medio camarada que se equivocara. Aquello fue declinando, pasó a ser mal visto por todo el mundo. Y es que una mayoría que no dispone de minoría, ni es mayoría ni es nada. Sufre en su misma legitimidad, porque siendo altamente sospechoso que tantos humanos coincidan, se piensa que hay trampa. Para que un sistema sea democrático no basta con que haya elecciones, éstas han de ser materialmente competitivas, con igualdad de trato para los potenciales discrepantes. Por todo eso se decía, a veces, que algunas direcciones decidían antes quiénes les votarían en contra, para que la apariencia de buena democracia quedara a salvo.

Hay otros rasgos de enfermedad en las formaciones políticas. Una es la divergencia forzada por la que un grupo -una familia- se asegure puestos y prebendas, sin presentar alternativa programática o ideológica clara. La otra es que la dirección asuma todas las posibles demandas para que el voto se concentre. Puede, en este caso, hacerse el vaticinio siguiente: si la distancia entre lo que se opina en privado por la afiliación y lo que se dice públicamente, y se vota, es amplia, el Congreso, o lo que sea, se habrá cerrado en falso: la crisis está servida y buscará su camino para explotar, como la lava del volcán. Las Ejecutivas hinchadas hasta parecer un Arca de Noé, en nombre de la diversidad, es una garantía suplementaria de que no funcionarán.

Sea como sea, últimamente parece que hay una nostalgia de Bulgaria, un temor a la discrepancia, a la libertad de juicio. Y ello se revela con un par de evidencias tácitas -o no tanto-. La primera, se argumenta, es que en una sociedad atravesada por la incertidumbre y la atomización, los partidos, coaliciones, movimientos o el nombre que esté de moda esa temporada, prestan un mejor servicio mostrándose unidos y cariñosos. El segundo es el renacimiento de las fuentes carismáticas del poder, no sujetas en su análisis a otro criterio racional que la fama del momento. Ambas visiones se complementan y, en muchos casos, podemos apreciar el mismo tipo de argumentación en lo que parecen lógicas antagónicas.

A primera vista parece razonable el criterio, que no están los tiempos para matices teóricos. Pero hay algunas objeciones que pueden hacerse a esta democracia de aclamación. La primera es que la reducción de la incertidumbre y la atomización es aparencial, porque lo que se constituyen son asambleas de creyentes, que acuden al voto o al aplauso absolutamente convencidos, antes de escuchar al líder o de leer los documentos que se estudian (?). Por eso, cuando se pide unidad, lo que se reclama es unanimidad. Esto es: dejar las manos libres para sustituir al pensamiento colectivo, necesariamente plural, el que se parece a la misma realidad social y puede rebajar, a través del diálogo, las fuentes de la inquietud. Los actos políticos regidos por el principio del carisma no son capaces de apreciar y elevar argumentos que tengan en cuenta los detalles: sólo valen aquellos que apuntalan al líder carismático y a su aparato de organización. No sirven para una colectividad de personas en las que la libertad sea un valor determinante, sino para aquella en que se prefiere la rutina del pensamiento.

Lo malo es que, en el largo registro de ejemplos históricos, los líderes carismáticos acaban convirtiéndose, casi necesariamente, en líderes autoritarios, que toleran la concentración de los beneficios -morales, estéticos, emotivos o materiales- en unos pocos y, a largo plazo, potencian crisis de enorme calado que crean más segmentación, más rupturas, menos unidad, más incertidumbre social. Proclamar que uno es como el todo, o que el amor es lo que guía, no es vacuna que evite el contagio. Sólo lo hace el debate franco, la atención a la opinión pública, una formación de cuadros medios capaces de articular los relatos, militancias que además de aplaudir o deprimirse, se curtan respetando a sus dirigentes y mostrándoles la lealtad con la crítica. Todo eso se puede hacer con prudencia.

Ya he perdido la memoria de las veces que, a derecha e izquierda, se inician estos procesos de concentración del poder, a veces espectacularmente, en nombre de una “nueva política”. Y casi siempre esta pretensión da sus frutos, porque emerge, precisamente, ante la constatación de fallos inasumibles en el paradigma político dominante -por ejemplo: el bipartidismo, la tolerancia con la corrupción, etc.-. Y casi siempre cuentan con el impulso de líderes generosos, sinceros, proactivos y que buscan cordialidad y horizontalidad con sus militancias. Y también he visto como, alcanzados algunos objetivos, los líderes vuelan, camino de asaltar cielos, mientras una parte de la dirigencia se encapsula en una burocracia del sí, señor, y otra desaparece, aburrida, sobre si todo si se pierden las elecciones y no hay cargos que repartir.

Y cómo se gira, en nombre eternamente del regeneracionismo, a las fórmulas decimonónicas de gobierno interno del partido, del movimiento, de la coalición: el encasillado de los candidatos, el agrupamiento en casinos de fieles y la emergencia de pequeños caciques locales que tratan de reproducir el modelo. Que eso se enmascare o justifique con simulacros de más democracia, como elecciones primarias o asambleas abiertas -siempre más fáciles de controlar-, el jaleo en las redes y la exaltación de las emociones, es consuelo con poco recorrido. El resultado es peor conexión con la sociedad y más similitud de fondo entre las diversas fuerzas políticas, pese a la apariencia contraria.

Pero nada nos debe inquietar: siempre nos quedará Bulgaria. Por cierto, en las últimas Elecciones Legislativas de Bulgaria la abstención fue del 60%.

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