No falla. Es más humano que hurgarse la nariz. Se tuercen las cosas, se cumplen los malos augurios y todo el mundo escapa de sí mismo, de su impostura, se quita la máscara y muestra al público su verdadera cara. Las frases hechas, los mantras homeopáticos, la monotonía verbal y las recetas almidonadas de los manuales de autoayuda dan paso al sálvese quien pueda, a los tortazos, a los y tú más... Siempre ocurre igual en los pozos sin fondo, en los proyectos empresariales perezosos, en los entornos capitalistas en los que la eficacia de los cargos ejecutivos se exige solo en el diseño de la tarjeta de visita y en el rótulo del despacho. Todos disfrutan ufanos de sus nóminas, de sus privilegios, no se preguntan jamás por qué llegaron hasta allí y, por descontado, ninguno asume las consecuencias de sus actos cuando estas son funestas. Esas facturas las pagan los demás, los de la planta de abajo. Ley de vida.

Después de un verano tóxico donde todo lo que hizo la cúpula, lo hizo mal; ahora hay en la mesa del consejo quien se hace el ofendido. Pero no cuela. El Hércules sufre un problema deportivo puntual (del que ya les he hablado aquí) y otro administrativo mucho más nocivo, más devastador, uno que le dura ya dos décadas. Con Enrique Ortiz, a la entidad no le fue bien ni cuando le fueron bien las cosas. Y si no me creen, hagan cuentas, enumeren quiebras, causas de disolución, escuchas policiales, noticias en los medios nacionales. Hagan balance. Se inventan catarsis, amenazan con cambios para que nada cambie a ver si la vaca vuelve a dar leche merengada. No invierten en el futuro blanquiazul, invierten en su propia fortuna, en su ego, en su vanidad. El socio de turno es lo de menos, ni pincha ni corta en los asuntos de familia, está por lo que está... y él lo sabe... y él lo acepta.

Si a la situación del Hércules le buscas porqués, puedes apilarlos en palés. Nada es casual. Se toman decisiones creyendo que el fútbol es idéntico al Monopoly. Pero no lo es, es un deporte de equipo, uno de estrategia al que hay que acotarle al máximo el margen de incertidumbre. Si no lo haces, el equipo se hunde y los jugadores terminan partiéndose la cara, literal. Ellos, que son quienes más se exponen, quienes encajan las críticas y soportan los pitidos, que son la consecuencia de quienes les dirigen, acaban empujados a pedir perdón a los aficionados tras oír al presidente declarar que, viéndolos jugar, sintió «vergüenza».

Y claro, todo tiene un límite. Una mañana explotas y te pegas en el entrenamiento con el primero que te calienta. Hacer pasar vergüenza en un palco al señor que se despidió del Hércules entre lágrimas sin que nadie en la ciudad pusiera cara a su apellido es una barbaridad. Sonrojar a quien aseguró que se iba sabiendo que no se iría jamás es un ultraje. Sin embargo, nunca escuché a ese tipo hablar de vergüenza en público refiriéndose a la gestión de sus jefes o a la suya propia. Y motivos le han sobrado. El Hércules se despeña y, aunque la solución más urgente ahora es la que depende del director deportivo y el entrenador, será solo una tirita, un patadón para arriba, un suspiro de alivio fugaz. Lo que le pesa a la entidad le viene de más arriba. Eso sí, no se les ocurra escribirlo en una pancarta o no les dejarán entrar en su propia casa, la sensación de vergüenza es algo que únicamente pueden expresar los elegidos.