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Análisis

El cortijo y los comediantes

Pasado el susto del descenso por obra y gracia del coronavirus, Ortiz y Ramírez comenzaron a maquinar cómo sacar a Hernández de la presidencia: el primero para recolocar a Portillo, el segundo para que no interviniera en asuntos que quiere manejar él

Enrique Ortiz. josé navarro

El arrebato le desnudó más. Sacó la espada para salir en defensa de su socio y dejó caer el escudo. Airear a los cuatro vientos que el Hércules te ha costado 72 millones de euros, con tres procesos concursales por medio, para acabar firmando el más infame de los ciclos deportivos que se recuerdan, no solo te convierte en uno de los peores dirigentes de la historia del fútbol sino que te estampa en la cara el error en el que sigues inmerso: No se trata de dinero, Enrique Ortiz, el secreto está en la gestión.

Si, además, a esa cantidad le añadimos las aportaciones de Botella, Huerga y los 18 millones propiciados por el Govern de Camps, estaríamos hablando de unos cien, es decir, dieciséis mil millones de las antiguas pesetas malgastados en 20 años, de los que 13 se han derrochado en Segunda B -y sin contar que has sido rescatado de la Tercera División por una pandemia planetaria-. Vaya por delante la enhorabuena.

El Hércules entró tiempo atrás en el bucle de la marmota. Se repiten los actos, fracasos y promesas de regeneración. Hasta los actores del cuadro siempre son los mismos, año tras año. La táctica, por repetida, provoca hastío y rubor. No hay plan o estrategia ni, mucho menos, proyecto. Nunca lo ha habido y nunca lo habrá. Cuando aparece el fracaso se da un paso atrás y todos se esconden; después, mienten y, acto seguido, buscan un rostro con gancho entre la afición para que vaya al frente a parar el golpe (llámese Perfe Palacio o Quique Hernández). Cuando deja de llover y escampa, vuelven a las andadas y así van pasando los años.

La dimisión de Quique Hernández no ha hecho más que poner en evidencia por enésima vez esa gran farsa que envuelve al casi centenario club alicantino, convertido en un cortijo de mala muerte que ha complicado más su existencia con la llegada de Juan Carlos Ramírez. El vasco no es más que un compendio de lo único que satisface a Ortiz: Poner dinero. Con eso basta para obtener las llaves del templo. Pon gasolina y conduce; ficha y desficha; orina y eructa, lo que quieras, vale para todos, llámese Valentín o apellídese Roig. ¿Que ese barco siempre encalla? ¡qué más da! Tú dime cuánto estás dispuesto a poner y yo diré cuánto vales.

Por esas curvas apareció Ramírez, invitado a salir del Elche poco antes, un amante del fútbol sin sentimiento, al que le da lo mismo el Rico Pérez que el Martínez Valero, el Pizjuán que el Villamarín, que no maneja otro trato que no sea el despótico y autoritario hacia los subordinados, a los que ve como lacayos. Hasta Ortiz lo reconoce («al único que respeta es a mí»). Cierto, pero solo porque tiene más dinero que él. Y no siempre. De hecho, hace un par de temporadas la relación estuvo a punto de saltar por los aires. Sucedió en el antepalco del Rico Pérez, momentos antes de un partido. Ramírez se enteró del reparto de invitaciones fuera de su control y estalló en cólera ante Laura Ortiz («yo no le voy a pagar las putitas a tu padre»). La primogénita, que tampoco le traga, tardó medio segundo en llamar al gran jefe para describirle el ataque de histeria de su socio y exigirle que zanjara inmediatamente la relación, pero solo obtuvo que le lanzara una advertencia («que sea la última vez y bla, bla, bla»).

Con todo, el espectáculo ofrecido en los últimos días, sellado con la espantada de Carmelo del Pozo y la dimisión de Quique Hernández, esconde entre bambalinas algunas claves que, miren por donde, igual resulta que Ortiz no el más listo de la cuadrilla.

Pasado el susto del descenso por obra y gracia del coronavirus, Ramírez y Ortiz comenzaron a maquinar cómo sacar a Hernández de la presidencia, cargo al que Quique accedió con promesa de plenos poderes cuando se destapó el desastre del mercado de invierno empeorando la ya de por sí debilitada plantilla. En ese corto espacio, Hernández se movió con cierta libertad llegando a creer que todo el monte era orégano. Lejos estaba entonces de intuir que tampoco en esta ocasión era real lo que parecía. De hecho, la conciliación entre el valenciano y el vasco que Ortiz se encargó de airear no fue más que otra mentira escondida tras la fachada. Ramírez no puede ver a QH ni en pintura, nunca ha podido, la «rentrée» de hace cuatro meses solo obedeció al ataque de pánico. Así que, evitado el descenso por la vía de la pandemia y con la promesa de «plenos poderes» perdida en el saco roto de siempre, el segundo accionista vio con buenos ojos sacar a Quique de la presidencia para no tener interferencias a la hora de fijar el precio de abonos, el control del palco y la distribución de invitaciones, algo que, por surrealista que parezca, le provoca urticaria. En tanto, también Ortiz encontró en la poltrona presidencial el hueco perfecto para su yerno.

El asunto cogió más color cuando asomó la cresta Javier Portillo (ambos se sentaron semanas atrás para limar asperezas a petición del suegro, si bien se da por hecho que por mucho que finjan llevarse bien, ni se han tolerado ni se tolerarán. Si lo hacen ahora es por pura conveniencia). Por la cúpula seguían dando vueltas a cómo recolocar al yerno en algún lugar donde figure, pero no estorbe. Ramírez veía bien un cargo en el consejo, pero nunca coincidiendo con Hernández pues temía futuras alianzas de dos contra él. Por eso, le sobraba Hernández. Mientras, a Enrique la jugada de Portillo de presidente le encajaba. Así que solo restaba encontrar el momento y el lugar donde reubicar al valenciano sin generar escándalo.

La partida se aceleró cuando Del Pozo rechazó la oferta para ocupar la dirección deportiva. En una treta orquestada, el vasco se destapó con un sorprendente envite durante una reunión a tres bandas que Ortiz fingió escuchar por primera vez: «Quique, el mejor secretario técnico eres tú ¿aceptas?». El de Anna quedó descolocado, aclaró que en ese momento no estaba preparado para asumir esa función, que necesitaría seis meses para hacerse con el mercado, pero poco después reaccionó proponiendo fichar a dos técnicos de prestigio en Segunda B para trabajar conjuntamente y llevar adelante el proyecto.

Abierta la grieta, con QH dispuesto a mudar de cargo, Ramírez se metió en una inesperada partida con dos barajas a espaldas de Ortiz. Hernández fue el primero que dio un paso adelante para decir abiertamente que, hoy por hoy, Portillo no puede volver «en ningún caso» e, incluso, se ofreció a llevar la voz cantante para convencer a Ortiz de que, de momento, no abriera una puerta por la que entraría una tempestad. El vasco, que poco antes había endulzado el oído al propietario de Cívica admitiendo a su yerno como futuro consejero del Hércules, llamó en privado a Quique para darle la razón. «Pienso igual que tú. Portillo no puede volver». A esas alturas, Ramírez volaba por encima de todos: Mientras serraba con una mano la silla de Hernández, le bendecía con la otra para que diera un portazo en el rostro de Portillo. Digno alumno aventajado de Ortiz, todo un monstruito que añadir a las vitrinas del dueño de Cívica, donde ya figuran por derecho propio Paco y Alfonsito Roig y Pina. Lo que nadie esperaba era que el propio Hernández ejecutara su segundo harakiri horas después de escuchar el primer «no» al ver desautorizada su propuesta deportiva. Tal decisión le ha venido de perlas a Ramírez, aunque en un primer momento le provocara temor por añadir leña cuando el volcán escupía lava.

En este drama de traiciones, Portillo tampoco se queda quieto. En su mente no solo está volver al Hércules sino que sigue obsesionado con «matar al gordo» (sic). Su última aportación fue aconsejar el fichaje a David Turices «Dupi», director deportivo del Melilla. Al madrileño le llega la inspiración por consejo de Quique Pina (el del descenso a 2ªB, el del robo de Cádiz, el del caso Mantecón, qué cansino todo) con el que, curiosamente, se reunió el sábado en un pub de la Gran Vía alicantina. Una prueba más de ese bucle interminable que envuelve a este Hércules. Si Portillo y Ortiz no conocen más caminos que los que conducen a Pina, Ramírez no da un paso sin hablar con Toño Hita. No busquen más allá, no encontrarán nada.

Así son las cosas en torno a un club que hoy luce sin presidente, sin entrenador, sin director deportivo, sin gerente y sin nada de nada. El Hércules, simple y llanamente, no existe. Por ahí circulan dos tipos que aseguran que van a poner 3 millones, que van a hacer un proyecto nuevo, que van a regenerar todo, que van a ascender a Primera y todas esas monsergas que ya hemos escuchado tantas veces. Las mentiras de siempre, ya saben. Hasta se creen que son queridos, admirados e imprescindibles. Alguien debería decirles que dejen de mirarse en espejo de la madrastra.

Ahora toca esperar al próximo fracaso que, tarde o temprano, llegará. Y entonces volveremos a empezar de nuevo: vendo, me aparto, cedo? lo de siempre, qué les voy a contar.

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