He preferido esperar unos días para que los nubarrones que han oscurecido el mundo del fútbol escamparan y el aguacero de lágrimas vertidas por tu ídolo cesaran, permitiendo ver con mayor nitidez, y pensar con más serenidad. Qué querés que os diga, amigo, mi verdad, con las equivocaciones propias de la subjetividad, o la fábula creada alrededor de un mito ascendido a los altares por poseer un talento natural para jugar al balompié. Hace años que nos dejaste, pero recuerdo cuando nos conocimos a principios de los ochenta, llegaste huyendo de la dictadura de los generales, contabas y no parabas del Pelusa que recaló en Barcelona, pasó por nuestra ciudad en el Mundial del 82 y os llevó a repetir la gloria en el 86, a la misma que os llevó en el 78, Matador Kempes, obviado tanto por compatriotas como por el mundillo futbolístico, al que los alicantinos tuvimos el privilegio de admirarlo en nuestro Hércules.

Tenías razón, pocos han tenido el talento de Diego Armando en los terrenos de juego. Las comparaciones siempre son odiosas, y en este caso no hay excepción que confirme la regla. El fútbol de los ochenta es totalmente distinto al del siglo XXI, en aquél ni los campos eran un equilibrio en centímetros del césped, como exigía Hernández, ni los rivales eran tan respetuosos con los que se atrevían a driblar o echar una carrera de obstáculos con el balón pegado al pie. Hoy en día la mayoría de las entradas de entonces serían castigadas con tarjeta roja. El fútbol, para bien o para mal, la historia dictaminará, va castigando el contacto, una de sus esencias desde su fundación. Ni se debe permitir romper un muslo, como hiciera el recientemente fallecido Fernández, aquel central paraguayo del Granada, a Amancio en los setenta, ni se debe señalar falta constantemente por respirar junto al astro de turno de hoy en día. Ni Goicoetxea es el villano, ni Maradona es divino.

En su época, fue sin lugar a dudas el mejor que pisaba el césped o el barro de los campos de futbol. Enamoraba a las gradas, hacía que las aficiones rivales quedaran atónitas ante la preciosidad de su juego, de su técnica inigualable, lanzando faltas, dando asistencias, marcando goles, dejando espectaculares rabonas. Boquiabiertos quedaban los que tuvieron en la intimidad el goce exclusivo de verlo dominar con pies, hombros o cabeza desde una naranja, a una bola de gasas o una pelota de pimpón, como me contó un buen amigo de La Vila, cuando el astro argentino se alojó en el 82 en el Montíboli y jugó un partido de entrenamiento contra el equipo local.

Cada astro tuvo su ciclo. Don Alfredo en los cincuenta, Pelé en los sesenta, Cruyff en los setenta, él en los ochenta, y así hasta los Zidane, Ronaldo, Messi y Cristiano. Cada cual que se quede con el que más admira. Pero que querés que os diga, Edgardo, toda la admiración que le tuve como jugador, se me cayó a los pies por el reverso de su vida, ese lado oscuro que le llevó al mundo de las drogas, que destrozó su vida y le convirtió en un lúgubre y ominoso ejemplo para jóvenes y niños que veían en él su ídolo. Él eligió el camino perverso que le llevó a la perdición, a la derrota final. Por mucho que se empeñen seguidores fanáticos, excéntricos medios e íntimo circulo vicioso, fueron más las imágenes decadentes y deplorables, que las superlativas con la vieja en los pies. Fue fullero hasta en su más famoso gol, aquél mal llamado «mano de Dios». El resto, paparruchas querido Edgardo.

Pero su fatua divinidad hace que la fiebre extienda la insensatez, que se cuele hasta en las más altas instituciones de una nación en la que el lamentable populismo peronista sigue instalado en sus raíces más profundas. Ante esto, ¿qué querés que os diga?, quizá la mala compañía fuera él mismo.