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CABEZA NEGRA

Diles que se vayan

Valentín Botella y Enrique Ortiz, en el palco del estadio.

El destino quiso que el partido coincidiera con la comunión de mi hija. Descartado el escaqueo al ser parentesco de primer grado, no me pareció mal del todo la opción de encomendarme a María Auxiliadora. Ni por esas.

Consumada la ceremonia y el descenso, y justo cuando empezaba a plantearme si acogerme a sagrado, recibo por redes sociales el comunicado del club que termina por alegrarme el día. Lejos de cualquier autocrítica, ¡amenazan con seguir! Hay que ser muy empecinado para querer continuar cuando, tras más de veinte años de gestión, el resultado ha sido palmario: siniestro total. Nadie podrá negar la valentía de Enrique Ortiz en su momento al asumir la propiedad de un club en estado de ruina, también sería injusto no reconocer los efímeros éxitos obtenidos durante su etapa. Sin embargo, en el balance total, no hay excusa posible.

El fracaso es abrumador. Tras casi cinco lustros de Enriquismo, el Hércules no ha mejorado ni en lo deportivo, ni en lo social, ni en lo económico; más bien al contrario, estamos hoy bastante peor que cuando él llegó.

Tras el descenso a la cuarta categoría del fútbol patrio, solo la ilusión del cambio puede revertir la deriva suicida que está tomando la entidad. Enrique Ortiz no puede seguir ni un minuto más al frente del Hércules Club de Fútbol.

Márchese señor Ortiz, no insista. Firme el empate y no haga más daño a su imagen. Reconózcalo, no sirve para esto. Ceda el testigo, venda, váyase. De lo contrario terminará por enterrar el poco crédito que le queda y lo peor, terminará por aniquilar la esperanza del herculanismo.

Puede que alguno todavía piense que no es posible un Hércules sin Ortiz, pero lo que ha quedado fuera de toda duda es que, con él, es imposible.

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