“Si algo puede salir mal, saldrá mal”. Difícilmente habría imaginado el ingeniero Edward Aloysius Murphy que aquella afirmación que -presuntamente- hizo en 1949 le fuera a hacer tan famoso y, ni mucho menos, que le iba a quedar como anillo al dedo a un equipo español de fútbol. Que se sepa, Murphy nunca fue abonado del Hércules pero, a tenor de su Ley, bien podría haberlo sido. Y es que, desde hace poco más de una década, el conjunto alicantino es el equipo con la peor tendencia de resultados de todo el fútbol europeo (al menos en cuanto a las grandes ligas se refiere). No olvidemos que los blanquiazules, en el no tan lejano 2011, rozaban la Copa de la UEFA tras aplastar 4-1 en el Rico Pérez al Atlético de Madrid del Kun Agüero, De Gea y Reyes. A partir de entonces, once años de inmundicia deportiva que se han cebado con el club y su sufrida afición (tal vez la más maltratada del continente), haciéndoles pasar de la Primera a la Cuarta División, de la pasarela Cibeles al fútbol de mercadillo.

Desde el último descenso a Segunda han desfilado por el Hércules -sin contar canteranos- la friolera de 160 jugadores, de los que más de una tercera parte pueden decir que alguna vez jugaron en Primera. Un dato ciertamente sorprendente tratándose de un club que va camino de su novena campaña consecutiva fuera del fútbol profesional. Pero todavía sorprende más el hecho de que, en la inmensa mayoría de los casos, estos exjugadores de Primera han pasado con más pena que gloria por el tupido césped del coliseo alicantino, sin ser capaces de hacer valer su pedigrí y, por supuesto, sin haber podido dar un volantazo a la dramática situación que vive el club. Así mismo, en estos largos ocho años fuera de la LFP, han pasado por las oficinas de Foguerer Romeu Zarandieta para estampar su firma nada menos que dieciséis entrenadores (a una media de dos por temporada). No hace falta decir que varios de ellos, como Pacheta (ascensos a Primera con Elche y Valladolid), Siviero (Intercity) o Planagumà (Japón) han triunfado tras salir por la puerta de atrás del Hércules.

Clint Eastwood

Clint Eastwood

Entonces, si no son los jugadores ni son los entrenadores, ¿qué falla en el club alicantino? Decir que toda la culpa es de Enrique Ortiz sería estar tan equivocados como si dijéramos que no es el principal culpable (bien por sus propias decisiones o por las de las personas en las que él delegó). Está claro que tener unos despachos donde se hacen las cosas demasiado mal durante demasiado tiempo acaba pasando factura. El Hércules, desde hace once años, desde aquella última campaña en Primera, solo es noticia por deudas con Hacienda, por denuncias o por cualquier otro escándalo que sitúan al cuadro alicantino actual en las antípodas de aquel de mediados de los setenta, cuando era uno de los cinco o seis mejores equipos del país. Poco o nada queda de aquel Hércules, orgullo alicantino, que atraía a jugadores internacionales como Saccardi, Santoro o Kustudic y a campeones del mundo como Kempes o Trezeguet. Ahora, entre unos y otros, nos han dejado un club enfermo, irreconocible y en los huesos. Ante esto, uno empieza a dudar de si alguna vez tuvimos a un tal Murphy como socio…

1881, Wyoming (Estados Unidos). Big Whiskey es un pequeño pueblo en el que sus habitantes se encuentran atenazados por su despótico y tirano sheriff, Little Billy (Gene Hackman). En una noche cualquiera, dos vaqueros desfiguran a navajazos la cara de una prostituta y se les impone una pena un tanto peculiar: deben dar unos caballos al dueño del burdel para “compensar” tal atrocidad. Esta decisión del sheriff indigna a las prostitutas, que ofrecen una recompensa de mil dólares a quien mate a los vaqueros. Esto llega a oídos del joven Kid que, tras convencer a los veteranos Logan (Morgan Freeman) y William Munny (Clint Eastwood), parten desde la lejana Kansas hacia Big Whiskey para un último trabajo: ajusticiar a los dos cowboys. Ya en el pueblo, el trío protagonista entra en la taberna y allí, un febril Will Munny es brutalmente agredido por Little Billy (en una clara doble demostración de quién manda en el pueblo y de que los forasteros con pistola no son bienvenidos). Días después, mientras Logan, sobrepasado por los acontecimientos, decide regresar a casa, Munny -que en su juventud fue un magnífico pistolero- y Kid matan a los dos vaqueros y se disponen a cobrar la recompensa. Precisamente al hacerlo, las prostitutas le cuentan a Munny que Little Billy apresó a su amigo Logan y le torturó hasta la muerte. Aquí el trabajo de Kid había finalizado y el de Will Munny acababa de comenzar. Resulta que el “último trabajo” era el penúltimo: quedaba la venganza.

Munny sabe que vengar a su amigo matando a Little Billy y salir vivo de Big Whiskey es un oxímoron que, seguramente, pondrá un punto y final a su vida escrito a sangre y pólvora. Aún así, como no podía ser de otra forma, se presenta de nuevo en la taberna del pueblo, donde en la puerta se exhibe el cadáver de su amigo. Lejos de achicarse, Will Munny entra y tras un tenso (e intenso) tez a tez con Little Billy, mantiene primero un tiroteo con varios de sus alguaciles para acabar después disparando al propio sheriff, el que ya moribundo, consigue balbucear un “prometo verte en el infierno”...

Como seguramente se han dado cuenta, les acabo de relatar el argumento de Sin perdón, la película más emblemática de Clint Eastwood (y, hablando de perdones, pido perdón por el espóiler que también les he regalado). Pero lo que seguramente no sepan es que este magnífico western de 1992 está, sin duda, entre las películas favoritas de Ángel Rodríguez. No en vano, el flamante nuevo técnico blanquiazul confesó en una entrevista cuando era jugador de Las Palmas que su director favorito era el propio Clint Eastwood (con el que además, curiosamente, guarda un gran parecido físico). Pero tal vez estos no sean los únicos nexos de unión entre ambos. Pasen y lean...

Los inicios futbolísticos de Ángel Ildefonso Rodríguez Nebreda (León, 1972) se dieron en Cataluña, donde se trasladó su familia al poco de nacer. Su hermano pequeño, Javi Rodríguez, a la postre uno de los mejores jugadores españoles de fútbol sala de todos los tiempos, ya nació en Santa Coloma de Gramanet (Barcelona). Tras despuntar en varios equipos del fútbol base catalán, Ángel llamó la atención del Alcoyano, club que le hizo debutar a los 20 años en el fútbol semipro de la dura Segunda B. Después de los de El Collao, llegaron Mensajero, Córdoba y su primera gran oportunidad: la U.D. Las Palmas. Allí demostró su gran capacidad de liderazgo, completó su mejor temporada hasta ese momento (30 partidos y 9 goles) y guió a los canarios al ascenso. Tras este hito llegaron cuatro buenas campañas en Segunda (las dos primeras en el Insular y las dos siguientes con el Numancia), un nuevo ascenso -en este caso con los de Los Pajaritos- y un fichaje sonado por el Sevilla. Por fin el esfuerzo y la tenacidad de Ángel parecía que tenían premio gordo. El futbolista serio, sencillo -que no simple- y forjado en el barro del fútbol humilde llegaba a tocar el cielo. Pero, como diría su admirado Joaquín Sabina, “qué poco rato dura la vida eterna” y, contra todo pronóstico, el Sevilla descendió en el 2000 a Segunda y los sueños de grandeza únicamente duraron una temporada. Aun así, su buen desempeño en la medular del club hispalense le permitió ganarse un último contrato en la élite de nuestro fútbol (Osasuna) que también duró una única campaña. Después vuelta a la división de plata, con tres años en el hoy desaparecido Polideportivo Ejido y uno en el Recreativo de Huelva. Sus últimos coletazos en el fútbol los dio de nuevo en el fango: Alcoyano (2ª B), Roquetas (este en la hoy extinta 3ª División) y el modestísimo Villa Santa Brígida pusieron en 2009 las últimas líneas de su historia como jugador.

En 2010, Ángel recibió la llamada de Paco Herrera para que fuera su segundo entrenador en el Villarreal B. Y el leonés no dudó en aceptar la oferta del que fue su técnico en El Ejido. A su “sí” le siguieron siete temporadas (Celta, Zaragoza, Las Palmas y Valladolid) en las que Ángel Rodríguez, además de sumar un brillante ascenso a Primera con los vigueses, se fue curtiendo en los banquillos al abrigo de las enseñanzas de un entrenador de carácter que tuvo que hacerse a sí mismo y al que, como al propio Ángel, nadie le regaló nunca nada. Pero todo se acaba y casi tres años y una pandemia después, Ángel Rodríguez decidió volar solo.

Primera parada: Langreo (Asturias). El técnico leonés debutaba en la temporada 2020-2021, la más difícil de la historia en Segunda B (la de la reforma) y cuajó una notable campaña con el modesto club del Principado, acabando quinto en la primera fase y cuarto en la segunda. Su buen desempeño con los langreanos le permitió fichar al año siguiente por el Pontevedra, un equipo de mucho mayor pedigrí -seis temporadas en Primera y nueve en Segunda- pero que se encontraba en horas bajas (venía de salvarse por la campana del descenso a Tercera RFEF). En Pasarón encontró acomodo a su idea de fútbol, fraguada en sus últimos años como futbolista y fundamentalmente a la sombra de Paco Herrera. El orden, el trabajo metódico y la apuesta por el juego ofensivo iban a tener premio: campeón de grupo y ascenso a Primera RFEF. Sin embargo, Ángel optó por no renovar con los granates y venir a entrenar al Hércules. Digámoslo de otro modo, si esto fuera Sin perdón, Rodríguez habría renunciado a disfrutar de su “recompensa” en la categoría de bronce para ir a esa especie de Big Whiskey futbolístico que hoy en día es el Hércules de Alicante.

Lo fácil, (permítanme decir) lo lógico, habría sido quedarse en el Pontevedra, un club sin tanta presión y en una categoría superior, en vez de ir a esa máquina de emborronar los mejores currículos que es el Hércules. Pero Ángel Rodríguez, en una de las mejores -y, sobre todo, más ambiciosas- ruedas de prensa que se recuerdan en Alicante, dijo que el único objetivo es ascender siendo campeones de grupo y que no le importaba asumir el riesgo y bajar un escalón porque aquí, potencialmente, podía subir muchos más. Y no es ningún iluso, pues sabe dónde viene y el infierno que le espera. Con buena parte de la hinchada dándole la espalda al equipo, con la que probablemente será la menor masa social de todos los tiempos del coloso alicantino y con casi todos de uñas contra la propiedad del club, el Rico Pérez parece un lugar tan poco acogedor como la taberna de Big Whiskey. Pero si algo caracteriza a este Clint Eastwood del fútbol modesto es su determinación y arrojo. Ya sabemos que ha venido para cambiar la cara al Hércules, para dotarle de una personalidad que lleva años sin tener y para ganar la Liga y ascender… En definitiva, llega para “vengar” a la sufrida afición herculana de su contínua desdicha. En el horizonte, a primeros de septiembre, el primer duelo. Prepárese para desenfundar, pistolero...