La vida puede cambiar en un instante; un pequeño descuido y todo parece venirse abajo. Es lo que le sucede a Miren, que acaba de tener a su primer hijo, en una estación de tren de Cercanías en Tolosa (Guipúzcoa). Sin embargo, cuando parece que caminamos hacia el centro de la tormenta, una mano amiga nos recuerda que no estamos solos. Y que una historia que parece de terror acaba con un final feliz gracias a ese hilo de solidaridad invisible que nos une los unos a los otros.

Bebe a bordo

Lunes, 18.15, andén de la estación de Tolosa (Guipúzcoa).

Miren experimenta un terror agudo, como nunca había sentido jamás, tan intenso que siente que se le paraliza todo el cuerpo. Acaba de dejarse a su hijo recién nacido en el tren, del que ya solo alcanza a ver el vagón de cola, que no tarda en desaparecer por la siguiente curva. La fuerza de la gravedad parece que se multiplica por cinco sobre sus hombros y cae de rodillas sobre el andén, todavía incapaz de llorar. ¿Cómo le ha podido pasar una cosa así?

Tres semanas antes.

Miren y Joseba nunca se hubieran imaginado que acudirían al hospital para tener su primer hijo en tren. Quizás influenciados por las típicas comedias americanas, se habían imaginado una carrera contrarreloj en coche, con ella suavizando el dolor de las contracciones con las respiraciones tantas veces practicadas en las clases preparto. Sin embargo, fue todo lo contrario. Después de desayunar lo tuvo claro: “Ya viene, Joseba”. “¿Estás segura?”, quiso asegurarse él. “Segurísima, Aritz nace hoy”.

Joseba se puso entonces un poco nervioso, pensando que la llegada era inminente. Pero ella le tranquilizó con una mirada serena y un fuerte apretón en la mano. “Todo va a salir bien, coge las bolsas y vamos a la estación”. Él solo pudo balbucear: “¿Co-co-cómo? ¿Quieres ir en tren?”. “Sí, llegaremos a San Sebastián mucho más rápido que no si ahora coges el coche. Tranquilo, tenemos tiempo de sobra”. Y así fue. Llegaron sin ningún problema, la ingresaron y al cabo de unas horas ya eran tres en la familia.

Dos días antes

Igual que María y Joseba no se imaginaban que el parto fuera tan fácil, tampoco creían que la llegada de su primer hijo trastocara sus vidas de una manera tan contundente. Sabían que dormirían poco, pero no que apenas conseguirían pegar ojo. Aritz ha salido guerrero o quizás considera que después de nueve plácidos meses en la barriga de su madre, ahora no vale la pena dormir, con tantas cosas que le quedan por descubrir. Sus padres le miran embobados, pero lo cierto es que apenas se tienen en pie y no saben muy bien cómo tirarán adelante con todo lo que hay que hacer. Además, Miren ha quedado pasado mañana con sus padres en su casa, en Beasain, para que puedan presumir de nieto.

Lunes. 11 horas.

Miren, de nuevo, apenas ha dormido. Aritz tampoco, pero está como si nada, tan activo como siempre, con tantas ganas de comerse el mundo. Su madre lo prepara todo para ir de visita a casa de los abuelos y decide que hoy también cogerá el tren. No solo porque le pesan los párpados, sino porque allí tendrá más espacio, más tranquilidad y puntualidad. Sus ‘aitas’ le esperan en la estación y se les cae la baba con Aritz. Ellos se encargan de entretenerlo y Miren puede sentarse en el sofá y cerrar los ojos un buen rato, por fin.

Después de comer y tras un paseo por el pueblo lleno de interrupciones, porque muchos vecinos se acercan a saludar al bebé, vuelven a la estación para coger el Cercanías que les devuelva a casa. Sentados en el vagón, con Aritz durmiendo ahora sí a pierna suelta en su moisés (“vaya jeta”, piensa su madre), Miren se acomoda y lanza un largo suspiro. Su compañera de viaje, Paquita, que acaba de tener su primer nieto, no puede evitar sonreír. “Te entiendo perfectamente, hija. Yo he tenido ocho”, le cuenta. Y a Miren le brota la respuesta de manera automática: “¿Ocho hijos? Es usted una superheroína. ¿Cómo lo consiguió?”.

Y Paquita empieza a explicarle sus penas y alegrías, sus trucos, sus aprendizajes y su sabiduría cosechada por la experiencia. Además, las dos bajan en la misma estación y la conversación sigue en el pasillo del vagón, en la escalera y en el andén, desde donde se despiden citándose para tomar un café en la plaza y seguir conversando. Es justo entonces cuando María siente que le falta algo y un rayo de terror le atraviesa todo su ser.

Lunes, 18.20.

María cae al suelo de rodillas mientras su instinto le pide que reaccione, que dé la voz de alarma, pero su cuerpo no responde. Es como si cada una de sus células se hubiera congelado. Siente entonces una mano en el hombro y una pregunta alarmada: “¿Te encuentras bien?”. Es el encargado de la estación, un veterano a punto de jubilarse, al que lleva viendo desde que comenzó a coger el tren para acudir al instituto, hace ya 15 años. Quizás ver una cara conocida le da fuerzas para decir la única frase que importa en estos momentos: “He olvidado a mi bebé en el tren”.

Se imagina que, tras pronunciar esa frase, el encargado la abroncará, le dirá que es la peor madre del mundo… Pero él actúa como debe hacerlo en una situación de urgencia como esta. Sin perder la calma, llama a la central y da órdenes precisas sobre qué hay que hacer: “El Cercanías que acaba de salir de Tolosa Centro en dirección a Irun debe detenerse en la siguiente estación, Anoeta. Que suba un interventor inmediatamente y busque a un bebé que está solo. Que se haga cargo de él hasta la llegada de su familia”. Oye un “recibido” y después ayuda a levantar a la madre, que tiene que aferrarse a su brazo para mantenerse en pie.

Para Miren comienzan entonces los tres minutos más largos de su vida. El reloj apenas avanza mientras su corazón se acelera. Hasta que suena el móvil del encargado, quien activa el manos libres. Al otro lado suena una voz alegre:

“Ya tenemos con nosotros al bebé. Pero oye, no estaba solo, todos los pasajeros del vagón lo estaban cuidando. Y él, tan pancho, ¡qué chaval más tranquilo!”.