El próximo 8 de noviembre Estados Unidos celebra elecciones para investir a un nuevo presidente. Por un lado, Hillary Clinton -demócrata, antipática e hipócrita- podría ser la primera mujer en alcanzar el cargo; por otro, Donald Trump -republicano, antipático e hipócrita- podría aguarle la fiesta. Ninguno de los dos es el candidato ideal de sus respectivos partidos, pero las circunstancias los han puesto en el disparadero. Hillary siguió al pie de la letra el manual y, desde sus comienzos como activista, hizo carrera con la abogacía, la beneficencia, los cuernos de Primera Dama, el juramento como senadora y, finalmente, como secretaria de Estado en el gobierno de Obama. Por su parte, Trump heredó una empresa inmobiliaria sólo para arruinarla poco después; de no ser por su protagonismo en el programa The Apprentice -El Aprendiz, diez años en antena-, hoy no presumiría de la posición de su fortuna en la revista Forbes. Hillary representa esa ejemplaridad que exige a sus mandatarios una sociedad tan puritana como la estadounidense. En cambio, Trump -pendenciero, ignorante, maleducado, demagogo, racista, sexista- se ha elevado sobre los cánones de la corrección política a base de escupir tabúes a su paso. Ambos son tramposos y embusteros, pero Trump es el único que lo reconoce. Y los gamberros, para un país tan reprimido, tienen algo que fascina.

De otra forma no se explica que este Jesús Gil a la americana esté disputándole las encuestas a Hillary, una candidata imbatible en comparación: mujer, trayectoria intachable, esposa abnegada y con experiencia en política de primer nivel. Trump, para equilibrar la balanza a su favor, sólo ofrece su popularidad y su populismo. Y parece suficiente.

Al contrario que Hillary, Trump asegura -con notable imaginación- haber tenido orígenes humildes. En el genoma yanqui pervive todavía el viejo «sueño americano», el del self-made man, donde cualquiera puede hacerse rico partiendo de la nada en la Tierra de las Oportunidades. Y no sólo rico, también presidente. Ése es el relato -palabra tan de moda- al que se aferra Trump. Nada nuevo bajo el bisoñé, pero con tanta potencia en su mensaje que al menor descuido un puñado de votantes pueden ponerlo a cargo del Botón Rojo.

La aparición de los reality-shows a finales del siglo pasado, coincidiendo con la bancarrota de Trump, revela otra de las claves de esta situación. Con una clarividencia proverbial, Trump vampirizó el género y desarrolló los fundamentos del «espectáculo de la realidad», ajustándolos a la medida de su propia imagen con una ostentación obscena de su éxito tanto en The Apprentice como fuera del programa. Podría decirse que Trump inventó la meta-realidad, pues su fortuna no sólo era fabulosa, sino también fabulada. No es tan importante ser rico como aparentarlo. El dinero llama así a sus congéneres y Trump consiguió recuperar su fortuna, erigiéndose como paradigma del hombre de éxito que sólo América puede ofrecer.

Francisco Reyero, en su libro de reciente aparición Trump. El león del circo (Editorial El Paseo, 2016), sostiene que, gracias a las nuevas pautas del entretenimiento, la teleserialización de la campaña electoral ha beneficiado a Trump, cuyo rendimiento para brindar titulares cada día a lo largo de tantos meses no tiene parangón. Ni precio. Si bien Obama utilizó la versatilidad propagandística de las redes sociales en sus albores para auparse hasta la Casa Blanca, con Trump se ha demostrado que la televisión es el medio de comunicación definitivo. Ha convertido el «espectáculo de la realidad» en «espectáculo de la información» con los mass media como cómplices del esperpento. Cada vez que Trump aparece en pantalla, los audímetros se ponen en órbita. La audiencia es dinero, y el dinero es poder. ¿Por qué no trasladar ese poder mediático a la política? En España ya han tomado buena nota: antes los políticos aparecían ocasionalmente en algún programa de televisión, ahora tenemos a tertulianos televisivos tuiteando desde un escaño del Congreso.

Todo en Trump es fraude, humo, especulación no sólo inmobiliaria, económica o bursátil: su figura entera es especulativa. «Especulación» comparte origen latino con «espejo», y Trump es el reflejo de la América real. Y aunque la imagen que nos devuelve resulta incómoda, es la verdadera. Al menos la mitad de los votantes, según los escrutinios, se identifica con ella. Se trata de la mímesis de la tragedia clásica. Y el próximo 8 de noviembre toca catarsis. Esperemos no tener que arrancarnos los ojos.