Hace ocho años, los dirigentes del Partido Demócrata recomendaban a Obama que se desembarazase de Joe Biden en su segundo mandato, para ofrecer algún rasgo de revitalización de la candidatura. Ocho años después, aquel vicepresidente inservible se convierte en el presidente más votado de la historia de Estados Unidos, casi diez millones de sufragios por encima del profesor de Chicago que lo adoptó. El mérito de esta cosecha de apoyos sin precedentes le corresponde a Donald Trump, el perdedor más votado de la historia de Estados Unidos.

El meollo de las elecciones consistía en desbancar a Trump a cualquier precio, y el precio ha sido mayor de lo esperado, un imperio roto. La conjura Demócrata subterránea consistió en presumir de candidatas socialistas al Congreso y al Senado, mientras se promovía a la Casa Blanca a un varón blanco, de edad, curtido en el "pantano" de Washington y sin veleidades progresistas. Es decir, la antítesis de Obama, de Hillary Clinton o de Kamala Harris, sin duda la gran ganadora de estas elecciones tras haber triturado verbalmente a Biden en los debates de la primarias. La vicepresidenta llega a la Casa Blanca como la indispensable Condoleezza Rice, a quien George Bush llamó "mi esposa" en un desliz. Prolongando el juego conyugal, la fiscal de origen jamaicano puede acabar siendo la presidenta viuda de Estados Unidos.

Trump no ha prestado la mínima atención a Biden durante 2020. Consideraba que "Dormilón Joe" o "Uno por Ciento Joe" no estaba a su altura, le acusaba de esconderse, lo insultó abiertamente en el primer debate y lo aplastó en el segundo. El presidente concentró su obsesión en la "plaga china", pero la secuela The Donald II carecía de la frescura corrosiva de la primera entrega, y su protagonista se dio cuenta al contemplar su primer mitin con huecos en las gradas de Utah. Sobre todo, un bufón funciona para dar la réplica hiriente al rey, pero se desinfla cuando asciende al trono y se convierte en el pelele a derribar.

Se comentará estos días que el planeta ha decidido tomarse en serio ante el riesgo de una pandemia apocalíptica, pero en tal caso no hubiera puesto a Biden al timón. El satanizado Trump no debía ser tan temible, dado que un rival menor ha bastado para desmantelarlo. Si existiera la neutralidad, en pocos meses surgirían dudas sobre la validez del recambio. Por suerte para los Demócratas, la industria informativa antiTrump orillará las vertientes más espinosas del nuevo presidente, véase Obama respecto de Bush como precedente.

El proabortista Trump nunca fue un presidente Republicano, y en la década pasada jugueteaba con la idea de presentarse a la Casa Blanca bajo pabellón Demócrata. Para lograrlo, ansiaba la asesoría inestimable de un Bill Clinton invitado a su boda con Melania Trump en compañía de Hillary. Para derrotar a esta convidada nupcial, Steve Bannon le dijo que las elecciones deberían girar en torno a la otra candidatura, obviando la figura indefendible del propio Trump. Por eso fue presidente.

Trump ha perdido porque ha polarizado las elecciones de 2020, su vencedor no emociona ni en el momento de la victoria. Pese a ello, Joe Biden ha sobrellevado la tortura de un enemigo sin principios, para triunfar con silencio y diligencia donde han fracasado durante cinco años los bastiones intelectuales progresistas del planeta. Salvo que el presidente desbancado sea el culpable del coronavirus, no ha cometido más desmanes en la Casa Blanca que la media de sus predecesores. Y deja en herencia la Ley Trump: "Si deseas ganar las elecciones ante un adversario consolidado, preocúpate de no llamar la atención".