Ante la proliferación de expertos del "se veía venir", hay que excavar un hueco para quienes nunca hubiéramos imaginado la violenta impugnación del Congreso contemporánea. Estados Unidos ha arrasado con su historia, pero cabe discutir si el gamberro que coloca las patas sobre la mesa del despacho de la presidenta de la cámara cumplimenta un fetichismo personal, o si simboliza una valoración más generalizada de la institución. Obama y Trump llegaron a la Casa Blanca cargando contra la 'ciénaga' de Washington. Ambos fracasaron en el empeño, según demuestra la elevación del desfallecido Biden, puro establishment.

Los enemigos de Trump pretenden ennoblecerse por el mero hecho de combatirlo. En su fervor, olvidan que el todavía presidente no es la causa, sino el efecto. La turba que asaltó el Congreso americano no fue movilizada por un payaso televisivo (la pantalla exige la dimensión de bufón a todos sus practicantes), sino canalizada por un predicador desbordado por sus fanáticos. Lo extraño de los devotos de Trump no es su ira desatada, sino su obediencia ciega a un multimillonario germófobo, que desprecia profundamente al proletariado y al precariado de la basura blanca.

Combatir a Trump es reconfortante pero estéril, porque no volverá. Sin embargo, sus setenta millones largos de votantes encontrarán a nuevos profetas apocalípticos. La obsesión personalizada contra el magnate desenfoca el verdadero combate. Occidente ha de decidir si seguirá gobernado desde el cinismo, y la huida de sus mullidos sillones de los congresistas estadounidenses demuestra que no están dispuestos a asumir demasiados riesgos ni para preservar sus privilegios. Es la misma cámara que votó abrumadoramente por la liberación a muerte de Irak, la espoleta del desastre actual de Washington. Uno de los senadores de vehemente voto afirmativo se llamaba Joe Biden.