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La otra "epidemia" del Sahel

Desde 2020, hasta siete países de dentro o cerca de la región africana han sufrido al menos un intento de golpe de Estado. La inestabilidad e inseguridad frente al yihadismo han marcado un contexto social en declive agravado durante la pandemia

La otra "epidemia" del Sahel.

"El viento de esperanza generado por el advenimiento del Movimiento Patriótico por la Salvaguarda y la Restauración (MPSR) da testimonio del desorden en que vive este pueblo valiente que pide solo encontrar paz y tranquilidad". Certeras en su apelación a un futuro de luz, estas palabras las podría haber pronunciado cualquier político que, con el apoyo de las urnas, hubiera llegado al poder. Sin embargo, tras ellas no se escondía ningún voto. Tampoco el apoyo mayoritario de una población. En su lugar estaban los designios del teniente coronel Paul Henri Sandaogo Damiba, principal líder del golpe de Estado que depuso al Gobierno de Burkina Faso el pasado 24 de enero y, desde el pasado febrero, nuevo presidente del país. Este acto era, tan solo, la confirmación de que una sombra autoritaria había llegado a África. Una nueva.

Porque el de Burkina Faso no ha sido el único caso de derrocamiento reciente dentro del continente. En menos de dos años, hasta siete países han sufrido al menos un intento de golpe de Estado –además del de Uagadugú (la capital burkinesa), estos se han producido en Malí (2), Chad, Guinea, Níger, Sudán (2) y Guinea-Bissau, este último a inicios de febrero– y, de ellos, seis han acabado triunfando. La sucesión ha provocado que incluso el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, la tilde de «epidemia».

Su repunte, solo ojeando cifras y tendencias, retrotraería fácilmente la mirada a los negativos registros de hace décadas, en los que los coup d’état proliferaban por decenas cada lustro en diferentes puntos del continente. La realidad actual, no obstante, se encierra más allá del número. Porque como explica David Soler, periodista y fundador del medio ‘África Mundi’, lo primero que se debe entender es que dentro del continente los recientes golpes «están muy focalizados en una región por una causa concreta. No es una cosa global de toda África.

No en vano, en un vasto territorio compuesto oficialmente por 54 Estados con características –y regímenes– muy diversos, los últimos derrocamientos –o intentos de ello– han tenido lugar en gran parte en un contexto muy localizado: el de la inestabilidad y la falta de seguridad derivada de las acciones y ataques de grupos yihadistas en varios países de la región del Sahel o en los límites de esta. "La gente se ha hartado y los militares han aprovechado esa tensión social de la población, que reprochaba a los Gobiernos que no estaban haciendo lo que se necesitaba para garantizar la seguridad, para atacar", explica Soler sobre una situación asemejada entre estos países y en cuyo caldo de cultivo enraízan varios factores.

Así, en un trasfondo marcado entre otros por los dañinos efectos del cambio climático, la corrupción, el expolio rampante de recursos o la falta de efectividad a la hora de ofrecer servicios a la población, la pandemia de la covid-19 y las restrictivas medidas tomadas con ella –con limitación de derechos y empeoramiento de las condiciones sociales– han supuesto un nuevo golpe de efecto negativo.

Un "clima" favorable

En enclaves donde, en muchas ocasiones, había ya una débil posición institucional, el coronavirus –sumado al resto de factores– solo ha hecho que contribuir, como explica Josep Maria Royo, investigador sobre conflictos, paz y seguridad de la Escola de Cultura de Paz de la UAB y miembro del Grupo de Estudios Africanos de la UAM, a crear ese «clima donde los cuerpos militares se autoproclaman garantes de la paz, de la seguridad, de la gobernabilidad», en contraposición a los Ejecutivos civiles que derrocan. En ese escenario, tanto Royo como Soler coinciden en que los militares «se sienten más envalentonados» al no percibir ante sus acciones una suficiente confrontación ni con la población, ni a través de la condena de los mismos, por parte de los actores regionales e internacionales.

El caso de Burkina Faso –en el que la esperanza de mejoría democrática aflorada tras la victoria de Roch Marc Christian Kaboré en las elecciones de 2015 acabó diluida en una protesta creciente ante la ineficaz lucha contra el terrorismo en el país, creando así el escenario para un levantamiento del descontento sector militar– resultó tan solo la última muestra de una problemática que, meses antes, se había dado también, por ejemplo, en la vecina Malí.

Aunque esta tendencia de pérdida de fe en el Gobierno, sumada a limitaciones de derechos y libertades –con cambios incluso de la Carta Magna por parte de sus dirigentes para preservarse en el poder, como pasó en Guinea con el presidente depuesto Alpha Condé–, se venía fraguando varios años antes de los diferentes coups d’état.

Deficiencia internacional

Según los datos del Índice de Libertad Global de la organización Freedom House, en Chad o Guinea entre 2016 y 2021 se produjo una pérdida –de tres y siete puntos sobre 100, respectivamente– en estas garantías sociales, mientras que en Burkina Faso y Malí la caída se disparó a diez y trece puntos, respectivamente. Un cambio sustancial en medio de una creciente inestabilidad.

Pero pese a todo ello, el telón de fondo de los recientes golpes de Estado no se puede entender únicamente en clave estatal, sino que también entronca con las dinámicas que la comunidad internacional ha llevado a cabo en la región. Frente a contextos de emergencia –como lo es un derrocamiento– y en un momento de creciente presencia de otras potencias como China o Rusia –que en Malí, por ejemplo, ha reforzado su posición a través de los mercenarios del Grupo Wagner en los últimos meses–, Josep Maria Royo afirma que la mirada «polifacética» (política, económica, social, militar…) planteada por la UE, Naciones Unidas o Francia –con un peso específico en la zona por su pasado como metrópoli – ha acabado dejando en un segundo plano la apuesta por el desarrollo socioeconómico o la fortaleza de la gobernanza local. El motivo, argumenta, es que sus resultados se aprecian «más a largo plazo».

Debido a ello, destaca el investigador de la Escola de Cultura de Paz, se ha priorizado «la respuesta securitaria y militarista, lo que acaba redundando en un incremento de la inseguridad y la violencia y en un aumento de las acciones de respuesta de los grupos yihadistas en un ciclo de acción-reacción». «Quien paga las consecuencias es, como siempre, la población civil», añade.

Condena no siempre pronunciada

A ello se une, por un lado, la dualidad de posturas que la comunidad internacional ha desarrollado respecto a estos derrocamientos. Mientras en algunos casos como el de Malí, Guinea o Burkina Faso, la condena ha sido unánime por parte tanto de países y entidades occidentales como de organizaciones regionales como la Unión Africana (UA) o la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (Ecowas por sus siglas en inglés), otros como el de Chad –en el que tras la muerte del presidente, Idriss Déby, combatiendo a los rebeldes del país, su hijo y general, Mahamat Idriss Déby, tomó por la fuerza el poder– no solo no ha sido reprobado, sino que ha sido avalado por países como la misma Francia en una búsqueda de mayor estabilidad para el país.

Por otro lado, en aquellos casos en los que sí ha habido condena, la realidad es que las sanciones aplicadas desde la UA o Ecowas –como la suspensión de participación en sus actividades o la de castigar económicamente a algunos de estos Estados– aún no han mostrado una eficacia completa. Como explica David Soler, estas entidades, al no tener capacidad para contrarrestar con tropas permanentes los derrocamientos, buscan que con sanciones –en Malí o Guinea, sin ir mñas lejos– y el empeoramiento consecuente de su economía, "la gente se canse, pida que se vayan los militares y provoque que estén menos en el poder".

Sin embargo, para que estas tengan éxito tienen que realizarse de forma conjunta y, especialmente, ser "firmes". "Si se establece un embargo de armas en un país, este no puede ser violado al día siguiente", remarca en este sentido como ejemplo Royo, que ahonda en que la comunidad internacional debe mirar "a medio y largo plazo" y ayudar a que "estos países y sus poblaciones, pese a los retos, den menos credibilidad a estos cambios por la fuerza". La democracia en esta parte crucial del continente está en juego.

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