Guerra en Ucrania

Vidas truncadas por la guerra de Putin

Decenas de miles de rusos se ven obligados a vagar por la UE, de un país a otro, tras huir de Rusia para no participar en una contienda que consideran "criminal"

Ciudadanos rusos atraviesan la frontera de su país con Georgia.

Ciudadanos rusos atraviesan la frontera de su país con Georgia. / EFE

Marc Marginedas

Sabían que vivían en un país diferente. Pero intentaban abstraerse de la ingrata realidad concentrándose en sus quehaceres profesionales, en la mayoría de los casos de alta responsabilidad y elevada cualificación, y rodeándose de amistades que, como ellos, eran críticos con la evolución política del régimen de Vladímir Putin. La guerra, sin embargo, ha supuesto un terremoto para estas vidas bien encarriladas hasta fecha reciente, materializando uno de los temores que llevaban años albergando: que, debido a las derivas del Kremlin, un día se viesen obligados a abandonar el país, teniendo que empezar desde cero en algún rincón del mundo.

Anatoli, Vitali, Yevgueni, son los nombres ficticios de tres rusos que han huido de la Federación debido a la guerra. Ira Zvidrina es la identidad real de una mujer de la misma nacionalidad que no tiene miedo a mostrarse en público, pese a carecer de estatus legal en España. Los cuatro intentan iniciar una nueva vida en el extranjero abominando de un conflicto armado que consideran "criminal"; los cuatro deben afrontar la sospecha de los países de acogida, agarrándose, a trancas y a barrancas, a los escasos resquicios legales que se les ofrecen en la UE a los ciudadanos de su país para emigrar.

El caso de Vitali raya lo heroico. Salir de Rusia le resultó fácil, tras obtener un visado Schengen en la legación española en Moscú. "España era el país que ofrecía mayor periodo de estancia; además, los requisitos no eran tan estrictos", explica a través de Telegram. Pero a partir del momento en que cruzó la frontera, comenzó una suerte de gincana internacional, que le ha llevado a Finlandia, Suecia, Dinamarca y Alemania, entre otros países, obligándole a pasar noches enteras en el interior de su vehículo, casi a la intemperie, con tan solo 100 euros en el bolsillo. "No puedo permitirme un hotel", apunta. "Aunque mi hermana vive en Alemania, he venido a España para pedir estatus de refugiado político" por ser la nación que expidió el visado, explica desde un punto indeterminado en una carretera de la periferia barcelonesa. Con un trabajo de programador en Moscú bien remunerado, ya en 2014, con la anexión de Crimea y el inicio de la guerra del Donbás, pensó en emigrar. La invasión rusa no le dejó ninguna opción. "Mi madre es ucraniana, y vivía en Járkov cuando empezaron los bombardeos rusos; está ahora en Alemania, es mayor y necesita mi ayuda", apostilla.

Cargo de responsabilidad

Yevgueni, homosexual y con un cargo de responsabilidad en Garage, una de las galerías de arte moderno más importantes de la capital, en los últimos años había conseguido evadirse de lo que sucedía a su alrededor refugiándose en su trabajo y su círculo de amigos. El inicio de la guerra acabó por arruinar este precario equilibrio personal sostenido por alfileres. "Cada día recibíamos noticias terribles; rumores de movilización, nuevas leyes restrictivas hacia los gays, incluso mi trabajo estaba en el aire, dado que la crisis podría reducir el presupuesto para el museo", explica por teléfono desde Israel. Para recuperar el aliento, decidió tomarse unas vacaciones en Europa, gracias a un visado Schengen concedido tiempo ha y que le permitía viajar como turista a la UE. Fue entonces, cuando se hallaba en Riga, la capital de Letonia, y se disponía a cruzar la frontera terrestre y a regresar a su país, cuando se produjo la noticia de la movilización parcial decretada por Putin. Tras vagar por varios países y recalar en Tel-Aviv para no violar los términos de su visa turística, ha solicitado un visado humanitario en Alemania que, una vez concedido, le permitirá trabajar e iniciar los trámites de residencia.

En cuestión de meses, Ira Zvidrina ha pasado de realizar un trabajo que le generaba una gran satisfacción personal en un internado moscovita para adultos con problemas de integración social a limpiar casas o pasear perros en Barcelona. "Yo quería irme desde hace tiempo, pero me salió este trabajo, que me permitía ayudar a cambiar Rusia (un país donde las minusvalías son ignoradas por el Estado) y decidí quedarme", relata, también a través de Telegram. Con una nutrida trayectoria como activista opositora, el estallido del conflicto reavivó su indignación hacia la élite de su país, participando en las primeras manifestaciones contra la guerra y colgando incluso en su ventana un cartel antibelicista. "Rusia ya no era seguro para mí. La policía vino a mi casa, pero no abrí la puerta; además, era posible que la fundación para la que trabajaba fuese declarada 'agente extranjero'", rememora.

Lo más difícil fue entrar en territorio UE. "Lo intenté por Finlandia, pero me rechazaron, alegando que no estaba vacunada (con un inyectable) reconocido por la UE; me pusieron en el pasaporte un sello de 'rechazada'; pasado un tiempo, lo intenté de nuevo por Estonia, país que sí reconoce la Sputnik" (la vacuna rusa), explica.

Ira Zvidrina.

Ira Zvidrina. / Cedida

A diferencia de sus colegas, Anatoli, traductor y profesor de español, se hallaba en España, con un visado de estudios, y con la intención de regresar a su país durante las vacaciones. "Hacía tiempo que preparaba mi salida", recuerda. Dicha circunstancia no le ha permitido sortear uno de los principales problemas que afrontan los rusos huidos: cómo transferir dinero desde Rusia a Europa, sorteando las sanciones. "Yo daba clases de español por internet; muchos de mis clientes estaban en Rusia y pagaban en rublos", rememora. La prolongación de la guerra le ha propiciado un respiro: "Ahora me quedan muy pocos", explica. Los cursos constituyen su único ingreso monetario, mientras reconstruye su vida en Sevilla.

Aunque las trayectorias vitales de los cuatro difieren enormemente, si existe un mínimo común denominador: el regreso a Rusia es imposible mientras no se produzca un cambio político en el Kremlin. "Yo no me puedo callar ante lo que veo", insiste Ira. "Cualquier persona inteligente en Rusia sabe que esto va a acabar mal", razona Vitali. "No puedo volver", admite Anatoli. "Mi madre me decía que nadie me tocaría en Rusia; tras la movilización y la aprobación de la nueva ley contra los LGTBI, me imploró que no regresara", concluye Yevgueni.

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