Ataques al Estado de derecho

Trump, Bolsonaro, Orban, Modi... Cómo destruir la democracia en 5 actos

La forma de subvertir el orden establecido ha cambiado y, como se ha visto en Brasil, los golpes de Estado se perpetran cada vez más desde dentro de las instituciones

Simpatizantes del expresidente brasileño Jair Bolsonaro durante el asalto al Congreso, el 8 de enero.

Simpatizantes del expresidente brasileño Jair Bolsonaro durante el asalto al Congreso, el 8 de enero.

Ricardo Mir de Francia

Casi exactamente dos años después de que una turba de seguidores de Donald Trump asaltara la sede del poder legislativo en Estados Unidos para tratar de abortar la certificación de la victoria electoral de Joe Biden en las elecciones de 2020, miles de brasileños tomaron las principales instituciones del poder en Brasilia con el fin difuso de restituir en la presidencia a Jair Bolsonaro tras su derrota electoral frente a Luiz Inácio Lula da Silva. Ambos golpes fracasaron, después de que los militares y otros resortes del poder se negaran a respaldar decisivamente la asonada, pero han servido para poner de manifiesto la vulnerabilidad de la democracia ante los ataques instigados desde dentro de las instituciones por líderes populistas que llegaron al poder valiéndose de los mismos mecanismos democráticos que más tarde trataron de volar en pedazos.

Esta forma de destruir a fuego lento el edificio democrático no deja de ganar adeptos, como ilustran también los casos de HungríaPoloniaIndiaEl SalvadorSerbia Turquía. Y está ayudando a acelerar la alarmante regresión de la democracia en el mundo, que ha visto cómo los avances de las últimas tres décadas se evaporaban para volver a los niveles democráticos que existían en 1989, dos años antes del derrumbe de la Unión Soviética, según el último informe del V-Dem Institute de la Universidad de Gotemburgo. Esa regresión ha hecho que la democracia liberal sea hoy una anomalía. De los 42 países que la practicaban hace solo una década se ha pasado a 34, según la misma fuente, donde vive solo el 13% de la población mundial. El 70% de los habitantes del planeta vive, en cambio, bajo regímenes autocráticos o dictaduras.

"El panorama es más bien ominoso y lo viene siendo desde hace años", afirma Kevin Casas-Zamora, presidente de Instituto para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA). Los motivos son múltiples, pero ayuda el creciente desprestigio de países que otrora sirvieron de ejemplo para otros pueblos con aspiraciones democráticas. "Las potencias occidentales han visto erosionada su credibilidad a raíz de la crisis financiera, la invasión de Irak o la terrorífica experiencia del Gobierno de Trump", asegura Casas-Zamora. "Un fenómeno que ha coincidido con el resurgir de modelos alternativos de gobernanza que ofrecen planteamientos creíbles para acceder al desarrollo". China es posiblemente el mejor ejemplo.

Vía electoral hacia el autoritarismo

Y aunque los golpes de Estado tradicionales, con tanques en la calle y las televisiones tomadas a punta de pistola, no han perdido vigencia, particularmente en África Asia, como demuestran las asonadas recientes en ChadMaliGuineaMyanmar Tailandia, el auge del populismo autoritario ha traído consigo una nueva forma de dinamitar las libertades. "La paradoja de la vía electoral hacia el autoritarismo es que los asesinos de la democracia utilizan las propias instituciones democráticas para matarla de forma gradual, sutil e incluso legal", escribieron en 'The Guardian' Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, autores de 'How Democracies Die' (Cómo mueren las democracias).

La secuencia varía según el país, pero las herramientas para desmantelar los controles y contrapesos al poder Ejecutivo coinciden de forma recurrente. Bastan cinco actos para destruir la democracia o, como mínimo, intentarlo.

Mordaza para la prensa crítica

Uno de los baremos fundamentales para medir la salud democrática de un país es el grado de independencia del que disfrutan sus medios para fiscalizar al poder y airear las inquietudes de la opinión pública, lo que convierte a la prensa libre uno de los primeros objetivos de cualquier autócrata que se precie. Trump se tuvo que conformar con sus campañas diarias de descrédito contra los "enemigos del pueblo", a diferencia de lo ocurrido en la Rusia de Vladímir Putin, donde la prensa crítica ha sido virtualmente desmantelada. Un ejemplo que tiene en Víktor Orban a su alumno más aventajado.

En apenas 12 años en el poder, las políticas del ultranacionalista han dejado más del 80% de los medios húngaros en manos del Gobierno y sus aliados, según Freedom House. ¿Y cómo lo ha hecho? Propiciando su adquisición por parte de oligarcas afines, negando licencias o secando la publicidad a los medios díscolos. Ese modelo de "captura húngara", similar al aplicado por Recep Tayyip Erdogan en Turquía o Daniel Ortega en Nicaragua, está siendo emulado en otros países como Serbia.

Intimidación a la sociedad civil

Los ataques contra las organizaciones que defienden los derechos humanos, el feminismo, las minorías étnicas o religiosas, los inmigrantes o la comunidad LGTBI son otra de las prácticas habituales de los populismos autoritarios para anular los contrapesos que emanan de la sociedad y crear un clima de polarización extrema. Una de las formas más habituales de hacerlo pasa por designar "agentes extranjeros" a las oenegés que reciben financiación foránea, un modelo seguido con distintos matices en Rusia, Israel o Hungría, o invocar la seguridad nacional para restringir sus actividades a golpe de leyes antiterroristas. Otras veces todo se hace de forma menos taimada, como ha hecho la Polonia de Andrezj Duda al declarar amplias zonas del país como "libres de LGTBI".

Desinformación y propaganda

Las redes sociales se han convertido en el aliado de cabecera de los autócratas en potencia para demonizar a sus rivales políticos, desprestigiar a las instituciones y propagar el odio contra todo aquel que no baila al son de su música. En esa coctelera, la desinformación y la mentira son elementos fundamentales para exacerbar la polarización política y desdibujar los principios compartidos que anclan a las sociedades democráticas. Trump fue el gran maestro de esa estrategia, también seguida por Bolsonaro o el entorno de Narendra Modi en la India, un presidente que ha hecho del supremacismo hindú y la discriminación de la minoría musulmana los pilares de su régimen.

Estocada a la separación de poderes

No hace falta prohibir los partidos políticos ni arrestar a los líderes de la oposición para controlar un Parlamento, donde basta una mayoría absoluta para que los deseos de un presidente se conviertan en órdenes. Otra cosa es el poder judicial, que ancla el Estado de derecho. Su independencia está bajo asedio en 45 países, según un informe de 2021 de la consultora estadounidense Verisk Maplecroft. En Europa es probablemente Polonia donde más se ha socavado sus funciones como contrapeso del Ejecutivo. Diversas reformas han restado autoridad a los magistrados para concentrarla en el ministro de Justicia o han facilitado la destitución de los jueces díscolos del Supremo, así como la aplicación de medidas disciplinarias para aquellos que dictan sentencias en contra del criterio del Gobierno, una serie de medidas impugnadas desde Bruselas.

Cuestionar la integridad electoral

Nada parece ser más efectivo para instar a las masas a sublevarse en las calles como sembrar dudas sobre la credibilidad del proceso electoral. Tanto Bolsonaro como Trump se dedicaron meses antes de perder las elecciones a proclamar de antemano que solo perderían si el recuento estaba amañado, unas alegaciones de fraude que mantuvieron tras perder la reelección pese al aval de las autoridades competentes. Esa misma cantinela fue utilizada por los militares birmanos para justificar su golpe de Estado en 2021. En Nicaragua el método seguido por Ortega fue algo distinto. El sandinista se dedicó a trufar de lealistas la comisión electoral encargada de supervisar y validar los comicios.

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