Iban por el camino cuando vieron a dos frailes, montados en mulas y seguidos por un coche, con una escolta de cuatro o cinco hombres a caballo.

-Puedo engañarme -le dijo don Quijote a Sancho-, pero algo me dice que nos encontramos ante una gran aventura. Aquellos bultos negros son unos hechiceros que han secuestrado a una princesa y la llevan en ese coche.

-Mire, señor, que esto va a ser peor que lo de los molinos. Esos dos son frailes, y lo que hacen es seguir el mismo camino que el coche, donde seguramente irá algún viajero.

-Ya te dije, amigo Sancho, que de aventura sabes muy poco.

Don Quijote se adelantó y se puso a gritar en mitad del camino:

-¡Gente endiablada, soltad a las princesas que os lleváis a la fuerza!

Los frailes protestaron, pero no les sirvió de nada. Don Quijote arremetió contra ellos con la lanza y los hizo huir. Luego se acercó al coche.

-Hermosa señora, ya sois libre -le dijo a la dama que viajaba en el interior-, porque la fama del fuerte brazo de don Quijote de la Mancha ha espantado a vuestros secuestradores.

Viendo que don Quijote les impedía seguir adelante, un hombre de la escolta fue hacia él y le amenazó con su espada:

-¿Os atrevéis a amenazarme, bellaco? -le preguntó el hidalgo-. Ahora veremos quién enseña a quién.

Don Quijote arrojó la lanza al suelo y empuñó la espada. El otro desenvainó también y atacó primero. Al primer golpe, don Quijote perdió medio yelmo y un trozo de oreja.

-¡Oh, señora de mi alma, Dulcinea, flor de la hermosura, socorred a vuestro caballero! -exclamó.

Tomando la espada con ambas manos, la descargó con furia sobre la cabeza de su enemigo, que cayó a suelo. Al verlo a sus pies, don Quijote desmontó y le puso la punta de la espada entre los ojos, mientras le ordenaba que se rindiese. Pero el escolta, que había perdido el sentido, callaba.

Ya iba don Quijote, cegado por la ira, a cortarle la cabeza, cuando la dama del coche le rogó que perdonase la vida del escolta.

-Lo haré, hermosa señora, con una condición -respondió don Quijote-, y es que este caballero que os sirve vaya a El Toboso y le cuente mi hazaña a la bella Dulcinea.

La señora del coche le prometió que el escolta cumpliría aquella condición.

-Confío en vuestra palabra y no le haré más daño -dijo don Quijote.

Al ver aquello, Sancho se arrodilló ante él y le dijo:

-Señor don Quijote mío, ya puede vuestra merced darme el gobierno de la isla que acaba de ganar, que me siento con fuerzas para gobernarla.

-Has de saber, hermano Sancho, que esta no ha sido una de esas aventuras memorables que merecen una isla, sino una de tantas otras, en las que solo se gana la cabeza rota o una oreja de menos. Ten paciencia, que ya te haré gobernador.

-La tendré, señor, ya que me lo pedís. Pero ahora os ruego que os curéis esa oreja, que suelta mucha sangre. En las alforjas llevo trapos y pomada. ¿Os duele?

-Más de lo que me gustaría. Pero un caballero no puede quejarse.

Sancho sacó los trapos y empezó a curarle. Cuando don Quijote vio su yelmo roto, puso la mano en la espada y, alzando los ojos al cielo, dijo:

-Juro que llevaré la vida de un caballero andante ejemplar y valiente hasta que pueda ganarme otro yelmo como este o como el del rey Mambrino, que hace invencible a quien lo lleva.

Fue ese día, o quizá algún otro, cuando, al verlo muy cansado y triste, Sancho inventó para don Quijote el sobre nombre de Caballero de la Triste Figura, que gustó mucho a su amo, aunque igual hubiera podido llamarse Caballero de la Oreja Rota.

Luego montaron en sus cabalgaduras. El sol se ocultó antes de lo que esperaban y tuvieron que acampar al aire libre. Sancho lo sintió mucho, ya que prefería dormir bajo techo, pero don Quijote se alegró. Dormir bajo las estrellas le hacía sentirse aún más como un auténtico caballero andante.

Extraído del libro «Don Quijote de la Mancha»

Autor: Miguel de Cervantes

(Adaptación de V. Muñoz Puelles)

Ilustraciones: M. A. Giner

Editorial Algar

Colección Calcetines