Sentados sobre el tronco de un viejo árbol caído, un reducido grupo de hombres conversaba en voz baja en medio de la oscuridad. No portaban antorchas ni habían encendido fuego alguno, por lo que el pigmento oscuro de sus pieles se fundía con las sombras que poblaban el apartado rincón de la espesura que habían escogido para reunirse. Hablaban en voz baja, casi susurrándose las palabras al oído.

- En el fondo el chico pigmeo me produce lástima - dijo uno de ellos -. Creo que lo va a pasar muy mal ahora que su madre adoptiva ha muerto. Quizá hubiera sido mejor para él haber muerto con el resto de su tribu.

- Me temo que poco podemos hacer por él - respondió otro -. Tenemos asuntos más importantes que resolver. ¿Has visto de qué manera más insidiosa están preparando al sucesor?

- Sí, pero eso da igual. Al fin y al cabo, los que mueven los hilos siguen siendo los mismos. Su poder crece y se vuelven más osados?

- Como entonces. Tú deberías saberlo. Por algo estás en el consejo de ancianos.

- Estar en el consejo no me sirve de mucho. No puedo enfrentarme a ellos yo solo. Afortunadamente, creo que aún falta mucho para llegar a lo de entonces.

- Yo no estaría tan seguro. Veo cada vez más síntomas de una vuelta a la situación que nos llevó al desastre. La maldad de Nzeneneké no ha desaparecido de nuestra comarca: sigue aquí. Puedo sentirla.

- Todos podemos sentirla.

Bwanya y Kabindji se adentraron en la selva con gran sigilo, pues aún podían ser descubiertos por algún trasnochador de oído fino. Al dar los primeros pasos Kabindji había sentido con gran preocupación un leve dolor en el muslo, recuerdo de su encuentro con el leopardo. Sin embargo descubrió aliviado que con la ayuda de su bastón podía mantener sin dificultad el paso ligero de su compañera. La semioscuridad no suponía inconveniente alguno para los dos jóvenes, que conocían los aledaños del poblado como la palma de su mano y habrían podido moverse con facilidad incluso sin la ayuda del suave resplandor de la luna.

A medida que aumentaba la distancia que les separaba de la aldea, los latidos de sus corazones comenzaron a apaciguarse y su respiración se hizo más pausada. Caminaban cada vez menos preocupados por no hacer ruido. Sabían que ya nadie les oiría. Su única inquietud consistía en dejar tras ellos el menor rastro posible, y siempre que podían abandonaban el sendero a fin de evitar dejar huellas en el barro. Kabindji decidió que había llegado el momento de desembarazarse de los enseres de su madre, una carga pesada y molesta que entorpecía su avance. Aprovechando una cavidad natural que había bajo un grueso tronco, introdujo allí el fardo y con la ayuda de Bwanya, lo recubrió con tierra y ramas hasta dejarlo perfectamente disimulado. Satisfechos con el resultado de su trabajo, reemprendieron la marcha con paso mucho más ligero. Apenas habían recorrido unos cientos de metros cuando el oído de Kabindji captó algo que le hizo detenerse en seco. Bwanya, que caminaba justo detrás, tropezó con él.

- ¿Qué ocurre?- bisbiseó inquieta.

- Hay alguien ahí delante - respondió el muchacho con un hilo de voz.

Ambos permanecieron inmóviles mientras la vegetación se apartaba para dejar paso a una silueta enorme.

- ¡Mutembo!- exclamaron los jóvenes al unísono.

- Vaya, vaya?- murmuró el guerrero sacudiendo la cabeza. Parece que habéis decidido marcharos del poblado.

........

A los cinco días de haber abandonado el poblado de los bowassi, la joven pareja llegó por fin a la extensa llanura en cuyo centro se alzaba el descomunal peñasco de limonita. Al verlo, se detuvieron indecisos. Sabían que se trataba del Libanga, la gran roca roja que señalaba el fin del territorio bowassi. A lo lejos se divisaba una hilera de estacas con cabezas humanas ensartadas en sus extremos: macabras señales de aviso para cualquier incauto que intentara adentrarse en el zamba ya ebembe, el bosque del muerto.

La selva maldita.

La región que nadie en su sano juicio se atrevería a profanar.

.......

Estoy convencido de que ese poblado en ruinas del que nos habló Mutembo existe. Esa aldea fantasma situada en la zona prohibida, tiene que ser por fuerza lo que queda de mi antiguo hogar. Si mis antepasados vivían allí, no debería ser un lugar tan malo?

- Tus antepasados murieron- le recordó Bwanya.

- Porque los bowassi los asesinaron. Y para llevar a cabo la matanza invadieron la selva maldita. ¿Por qué se atrevieron entonces a cruzar esa frontera?

- Quizá eran tan numerosos que se envalentonaron.

- Todo eso parece demasiado misterioso, y es muy probable que las respuestas sigan allí, en el lugar donde ocurrió todo. ¿No sientes curiosidad?

- Creo que tienes razón- concedió Bwanya-. Es interesante. Y por muchos horrores que nos aguarden a partir de ahora, siempre serán preferibles a caer en manos de Likongá.

A pesar del tiempo transcurrido, aún se adivinaban los restos de la terrible matanza. Descompuestos por el calor a devorados por las alimañas, los cuerpos de los asesinados habían desaparecido, pero quedaban indicios visibles del horror: siniestras manchas de color pardo sobre esteras y otros objetos, profundos cortes de machete en la madrea de las chozas y cuencos y vasijas de arcilla rotos y pisoteados. Sin embargo no se veía ni rastro de huesos o esqueletos y eso preocupaba a Kabindji. Las alimañas siempre dejan huesos y restos.

.......

La claridad duró apenas un instante, más Kabindji tuvo tiempo para distinguir el aspecto real de su presunto enemigo: un anciano enjuto y encorvado. Cuando la oscuridad se hizo de nuevo, el joven escuchó una voz cascada que susurraba:

- ¿Eres tú el elegido?

Tomado de :La selva prohibida

Autor: Heinz Delam Lagarde

Editorial: Bruño