Llega un momento en el que la obra deja de pertenecer al artista. La Muralla Roja, un edificio en el que Ricardo Bofill Levi perseguía la utopia de crear espacios públicos y de convivencia, se ha convertido en una trinchera de la intimidad. La comunidad de propietarios es tan celosa de la privacidad que ha colocado carteles para espantar a los curiosos. El tono intimida. Advierte de que pasar al otro lado de la valla es «allanamiento de morada», un delito «castigado con penas de prisión de 6 meses a 2 años». El cartel deja claro que los vecinos avisarán «inmediatamente a las autoridades» cuando detecten la presencia de intrusos.

En la Muralla Roja, salta a la vista, están hasta el gorro de atraer miradas indiscretas. Pero no pueden evitar que este edificio concite el interés de los turistas y el de los aficionados a la arquitectura y el arte. La Muralla Roja es icónica. Y ahora, en la era de las redes sociales, una foto en esta alcazaba laberíntica tiene todos los números para hacerse viral. Además, la comunidad de propietarios, al tiempo que blinda su intimidad (una valla y un frondoso seto de cipreses rodean todo el edificio), también accede a alquilar el edificio para campañas de publicidad.

La declaración de Bien de Interés Cultural (BIC) de la Muralla Roja y el Xanadú, iniciada por el ayuntamiento, está en marcha y permitirá establecer un régimen de visitas y descubrir una arquitectura residencial de impulso utópico y enraizada en la tradición y el paisaje.

Los vecinos de la Muralla Roja, tan escrupulosos con su privacidad, llegaron a vallar hace dos años una zona verde que linda con el edificio. El ayuntamiento les obligó a desmantelar el cerramiento. Ahora los turistas pueden, desde esa zona verde, vislumbrar la inexpugnable muralla. Abundan los carteles de propiedad privada y ha desaparecido el que instaló hace años el consistorio para explicar la singularidad de este hito arquitectónico.