«Lo primero que tienes que escribir es que le estamos muy agradecidos a todos. Éramos invisibles y la solidaridad nos ha salvado». Alberto, de 62 años, y María Ángeles, de 57, han recuperado la esperanza. Hace una semana todo era sombrío. Tras quedarse ambos sin trabajo y sin nada, vivieron seis meses en la calle. Luego les dejaron refugiarse en una fábrica de adornos de jardín abandonada que está en la carretera de Gata de Gorgos a Xàbia. Llevan allí dos meses. «Solo teníamos la ropa que llevábamos puesta. Hasta los zapatos estaban rotos», comentó ayer María Ángeles. «La edad y el bichito (el coronavirus) no perdonan. Éramos invisibles. Nadie nos daba trabajo», lamenta Alberto.

Este matrimonio (se conocieron hace 34 años en Barcelona, donde ambos trabajaban en una residencia de ancianos) descubrió de sopetón que la burocracia es cruel. Antes de llegar a la Marina Alta habían vivido en Extremadura (ella es de allí y él, aunque nacido en Zaragoza, también se considera medio extremeño). No cambiaron el empadronamiento a Dénia o Xàbia. Llegó la actual y terrible crisis y se quedaron sin trabajo y sin vivienda, dado que no podían pagar el alquiler. Al no tener el documento del padrón, tampoco podían pedir ayudas. «No existíamos. Nadie reparaba en nosotros. Empezábamos a perder la esperanza. Pero también te voy a decir una cosa: en este país hay gente como nosotros a patadas», afirma Alberto. «Los médicos del centro de salud también nos decían que teníamos que darnos cuanto antes de alta en un domicilio», advierte María Ángeles. Ella necesita las recetas. Sufre EPOC (Enfermedad pulmonar obstructiva crónica), glaucoma y artritis en la columna. «Eso de que te puedes empadronar en un banco de la calle es una mentira», precisa Alberto.

Ahora un vecino de Dénia les ha cedido un estudio que está en el campo de tiro del Montgó. Tendrán electricidad y agua caliente. Y podrán, por fin, empadronarse. «Es más que una luz al final del túnel. Es un foco muy grande. Queremos pasar página. No vamos a olvidar lo que hemos vivido. Está ahí y no lo podemos borrar. Pero empezamos a salir adelante», asegura Alberto.

Ambos se emocionan ante el alud de solidaridad de estos últimos días. Desde que se supo que no tenían siquiera para comer, muchos vecinos les han llevado bolsas de alimentos, fruta, botellas de butano, colchones, ropa de abrigo y hasta un jamón.

El sábado se mudan al estudio. Pero Alberto sigue trabajando en esta nave antes desabrida y a la que ellos le han dado una pizca del calor de un hogar. «La dueña nos ha hecho un gran favor y quiero dejarle esto lo más arreglado posible», señala.