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Análisis

Xàbia, el paraíso masificado en plena pandemia

Una «tormenta perfecta» con viajes de fin de curso que nunca habían venido o la exclusión del toque de queda ha puesto en jaque a uno de los destinos más exclusivos de la provincia - Los problemas ya vienen de antes del covid

Bañistas en la playa de la Grava de Xàbia un día de agosto con su aforo al 100%. | A.P.F.

Jóvenes durmiendo atravesados en la calle sobre su maleta a la espera de que el piso que han alquilado se vacíe para encontrárselo luego con el mobiliario destrozado por otros jóvenes que habían estado antes; restos de botellones por paseos y playas; vecinos hartos de no poder dormir por fiestas privadas en decenas de urbanizaciones que claman por un policía; calas bucólicas atestadas a las diez de la mañana; o una icónica barraca ubicada al lado del mar donde se fotografían todos los visitantes -sale hasta en las revistas del corazón- cosida a pintadas por unos vándalos un amanecer. Todas esas semblanzas han compuesto el panorama más sombrío de Xàbia, un paraíso enclavado en una de las costas más privilegiadas del Mediterráneo que está atravesando su verano más difícil. Más allá de fotografías que pueden estar descontextualizadas o de comentarios improvisados en las redes sociales de autóctonos enfadados por tanta molestia, hay datos incontestables: el penúltimo fin de semana una plantilla de la Policía Local compuesta por 21 agentes en doble turno atendió en unas pocas horas… 177 servicios. Los agentes se pasaron horas persiguiendo botellones masivos en noches frenéticas de tintes casi berlangianos: el viernes habían cerrado el faro del cabo de Sant Antoni en la cima del Montgó que hasta ese momento eran donde se concentraban las aglomeraciones de los jóvenes, pero estos últimos, lejos de marcharse a casa, se trasladaron a las pocas horas a otros parajes del pueblo que a su vez la policía hubo de precintar de forma frenética.

¿Qué ha pasado? Este verano en Xàbia se ha producido una especie de tormenta perfecta en la que a los factores vinculados al coronavirus se han unido otros que vienen de más lejos y que ponen en jaque un destino turístico que de mayor siempre quiso ser exclusivo y familiar, apacible y nada ruidoso, amante de la naturaleza y la buena vida, y que sin embargo ya no es (al menos este año) lo que soñó ser.

Para empezar, he aquí que Xàbia registró en julio una multitud hasta ahora desconocida de jóvenes que la eligieron para celebrar viajes de fin de curso que antes tenían como destino las Baleares, Europa o incluso otros continentes, adonde ahora no han podido ir por las trabas de la pandemia: gente a veces casi adolescente, ansiosa de fiesta y juerga tras tantos meses de confinamientos, ruidosa. Incómoda. Indisciplinada: «Se meten 28 en un chalet donde sólo caben 8» dijo, no ya un vecino cabreado, sino el propio alcalde, el socialista José Chulvi. La solución, claro, es difícil: «No podemos poner una barrera a la entrada del pueblo» agregó el alcalde, que eso sí identificó quién podía contribuir a aminorar el problema: «Los propietarios de viviendas de alquiler turístico deberían vigilar a qué inquilinos meten en su casa». Eso no fue por cierto una simple declaración de intenciones: la policía ha multado a esos propietarios de viviendas donde se han producido fiestas molestas -muchas excedían el límite de diez personas decretado de la norma covid- y ha descubierto algunas que se encontraban en situación irregular, con lo que también las ha denunciado a la Generalitat.

Y no solo fueron jóvenes en viajes de fin de curso. Ya en agosto los que vinieron de vacaciones han sido los dueños de esas casas que se alquilaron en julio (algunos de ellos multados) pero que a la vez se trajeron con ellos a sus hijos adolescentes o veinteañeros con las mismas ansias de libertad. Y vuelta a empezar.

Jóvenes de Dénia o Gata que a medianoche decían: «¡Vámonos a Xàbia!». O policías persiguiendo botellones itinerantes

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Todo eso se podía haber resuelto cuando a finales de julio la Generalitat del también socialista Ximo Puig llevó el toque de queda a 77 municipios. Pero saltó entonces la sorpresa mayúscula: Xàbia no estaba entre ellos, a pesar de que su incidencia del virus no era buena; al parecer había un par de indicadores sanitarios que este municipio no cumplía -es decir que paradójicamente los tenía demasiado bien- como para entrar en esa lista. Lo peor fue que en cambio casi todos los municipios limítrofes a Xàbia sí fueron sometidos a ese toque de queda -entre ellos Dénia, Moraira o Gata, los dos primeros también con una alta ocupación turística-. Así que ya imaginan lo que pasó: todos los jóvenes de estas últimas localidades se dijeron, «pues vámonos de fiesta a Xàbia». Y sobre las doce de la noche -»corre, corre»- las carreteras adyacentes a este municipio se iban llenando de vehículos. Chulvi, por muy socialista que sea -y por muy bien que se lleve con Puig, que se lleva-, montó en cólera: dijo que no entendía cómo entre los criterios objetivos para aplicar el toque de queda no estaba el de la unidad geográfica. O sea, o todos los pueblos de una comarca o ninguno. Ahora le han hecho caso: no se sabe si esos indicadores sanitarios en Xàbia han empeorado o no pero a partir de mañana esta localidad sí tendrá ya toque de queda porque ha entrado en la última lista que se dio a conocer el viernes.

Es un alivio, pero no completo. El problema no es tan simple. Este verano Xàbia ha sido una fiesta. No solo han venido jóvenes. Ha venido casi todo el mundo. Las familias que ya venían antes y las que han descubierto ahora un municipio que lleva años poniéndose de moda quizás porque sale en todos los rankigns de las calas más bonitas del Mediterráneo; turistas de altísimo nivel adquisitivo que antes acudían a Formentera o Ibiza y que ahora alquilan villas de lujo sobre las impresionantes cimas de los acantilados de Xàbia; o visitantes de un solo día que son los que más preocupan porque son los más despistados -y ahora para hacer un viaje hay que estar bien empollado de normas-, gastan poco y madrugan mucho, hasta el punto de que a las nueve de la mañana ya están en las calas más codiciadas del lugar un par de horas antes de que cubran su aforo.

O en otras palabras: el paraíso se masifica.

Eso ya sucedía antes del covid. Sólo que este lo ha agravado. Y también pasa en bastantes más sitios pero en Xàbia pasa mucho. Por dos razones: la primera que cuando alguien te dice que ha descubierto un lugar donde más allá de la típica playa urbana (que la hay) existen también calas intrincadas en estado casi salvaje, aguas de un azul comparable a las de Sicilia o cumbres boscosas a pocos metros de mar, todo el mundo quiere ir; la segunda que Xàbia (como le sucede a Dénia o a Moraira), con pocas plazas hoteleras, adolece de mucha menos capacidad de carga en afluencia de visitantes que destinos del tipo de Benidorm o Torrevieja. Por eso Xàbia ha sido pionera en las restricciones: antes del covid ya limitó los coches en calas tan majestuosas como amenazadas, caso de la Granadella o el Portitxol; ya antes del covid prohibió motos de agua en las cuevas de su litoral sur.

La icónica barraca de la puerta azul del Portitxol, cubierta de pintadas.

Ahora bien eso son parches; imprescindibles, ojo, pero parches. Va a haber qué inspeccionar si el modelo puede seguir funcionando así en los próximos años, más allá de que como es lógico y tras tanta penuria, la hostelería local aplauda la magnífica ocupación del municipio. Pero no fue ningún grupo ecologista sino la portavoz del PP, Rosa Cardona, la que en el último pleno alertó de que el «modelo tranquilo» de Xàbia podía estar herido de muerte y que había que hablarlo.

El problema es que podemos hablar de todo pero las soluciones son difíciles. Fue tras la advertencia de la portavoz del PP cuando el alcalde lanzó su famosa frase de «no puedo ponerle barreras al pueblo». Es verdad que después Chulvi ha intentado calmar las cosas, ha dicho que la mayoría de la gente cumple las normas, y que siempre hubo gente de fiesta (cuando la fiesta no colisionaba con la normativa covid) conviviendo con familias en las playas o turismo adinerado en los chalés. Y que ese equilibrio se recuperará cuando se vaya la pandemia.

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El problema de fondo es que ese equilibrio ya venía tocado de antes y que pocos territorios pueden aguantar una avalancha de decenas de miles de personas de golpe durante tan solo dos meses para encarar después un invierno desierto. La solución, claro, es la desestacionalización, esa cosa de la que todo el mundo habla y nadie (quizás menos Benidorm) sabe cómo se hace pero que a lo mejor va a venir impuesta por el cambio climático (es difícil buscar aguas como la de Sicilia con máximas de 42 grados).

En julio, los bares no encontraban camareros. Pero en invierno lo que no hay es trabajo. Ese es el problema

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Pero más allá de dejar que las cosas pasen por sí solas (que se vaya el covid o que la gente se harte de pasar las vacaciones en abrasadora canícula y pueda venir en primavera o el otoño) el debate urge. Hay algo esclarecedor: a principios de este verano los bares de Xàbia no encontraban camareros, dada la dimensión de la oferta empresarial y puede que también por contratos demasiado precarios; pero lo más duro es que el resto del año lo que no se encuentra es trabajo. Habría que ver cuántos vecinos del pueblo menores de 25 años no están en invierno estudiando o trabajando en València o Alicante. Eso. Casi ninguno.

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