Nos convierten en estadísticas y nos suman por miles. Sin embargo, se olvidan de otra cuenta importante. La que suma las medidas reales que se han puesto en marcha para acabar con el abandono en nuestro país. El resultado de la misma es cero.

Déjenme que les cuente mi historia. Comencé el verano en una casa y lo acabé en un albergue. Soy un perro sin nombre, de apellido «callejero». Cuatro patas, dos orejas y un cuerpo hecho a base de hambre y pena.

No siempre fui así. Llegué a casa de mi familia hace casi un año. Entonces era un pequeño cachorro de pelo brillante y grandes ojos, al que metieron en una caja con lazos y convirtieron en «regalo».

Al principio, todo fue bien, pero duró poco. Pronto crecieron mis patas, luego mi cabeza y, finalmente, mi cuerpo. En pocos meses ya nadie se acordaba de mí. Me trasladaron del salón al balcón y, allí, me convertí en «olvido». Entonces pusieron un anuncio. Me sorprendió, hablaban bien de mí: «Se ofrece perro bueno y educado. Inteligente y obediente de inmejorable planta. No podemos seguir cuidándolo. Nos marchamos fuera. En caso de no encontrar a nadie, lo dejaremos en una perrera».

Nunca lo entendí. ¿Una perrera? ¿Eso qué significa? Por otro lado, ¿por qué dicen que se tienen que marchar fuera si siguen viviendo allí?

Al día siguiente, una persona llamó interesada. Buscaba un perro para una finca. Les contó que se trataba de un lugar bonito con muchas plantas y árboles. En realidad, les daba igual. Al día siguiente, en el maletero de su coche me llevó a mi nuevo «hogar». Me costó acostumbrarme. No era fácil dormir entre cuatro bloques y un palé. Sin embargo, lo peor era esa cadena que no dejaba moverme.

Llegó el verano y toda la familia se trasladó allí. No hubo mucha diferencia. Se acercaban poco y, cuando lo hacían, me gritaban. Decían que no ladraba cuando alguien llegaba, que no cuidaba ni avisaba. ¿Cuidar? ¿Avisar? Si yo solo sentía miedo.

Cuando se marcharon de nuevo a la ciudad, mi dueño me cogió de la cadena y me tiró dentro del coche. Me llevó a un lugar apartado y allí me abandonó.

Ahora vivo en un albergue. Por fin he comprendido que querer no significa que te quieran, pero, la verdad, me gustaría aprender a olvidar e, incluso, a odiar a aquellos que me hicieron tanto daño, pero no puedo. Como mis compañeros, tengo un problema. Los perros solo sabemos amar.