En 1989, el Dalai Lama ganó el premio Nobel de la Paz por su labor humanitaria. Para festejar el acontecimiento, un grupo de 18 monjes tibetanos decidieron unirse y celebrarlo como merecía. 

Para ello, prepararon distintos cánticos que hablaban de un mundo mejor y más humano, canciones llenas de esperanza y paz. Sin embargo, aquellos monjes no querían un público cualquiera para que escuchara aquellos acordes, querían el mejor, aquel que no tuviera maldad alguna.

Tras pensarlo detenidamente y barajar distintas opciones, finalmente decidieron elegir a un grupo de selectos delfines como espectadores. 

-¿Quién mejor?- dijo uno de los monjes -Dedican su vida a ayudar al hombre y este sólo le responde con arpones y redes indignas que acaban con su vida-.

El lugar fijado para celebrar el concierto fue el Acuario Marino de Miami. Y, así, mientras una mañana del 5 de octubre de 1989, el premio Nobel de la Paz era entregado al Dalai Lama, a muchos kilómetros de distancia, en un acuario de Estados Unidos, se produjo tan insólito recital. 

Sin embargo, lo más curioso fue la reacción de los delfines que disfrutaron del espléndido espectáculo encantados. Cuentan que éstos mantuvieron la cabeza fuera del agua todo el rato, moviéndola suavemente al ritmo de la melodía. 

La verdad es que ha pasado mucho tiempo desde aquello. Hoy cada vez quedan menos acuarios. Los del zoo de Barcelona han sido los últimos en ser trasladados pero a otro acuario. Quizás por eso, los delfines necesitan más protección que nunca. A unos, porque se les está mareando con un «ojos que no ven, corazón que no siente» siendo trasladados de una piscina a otra. Y, al resto, porque son más de un millar los que mueren cada año en nuestras costas, porque al peligro de las redes y los barcos, se suma el de la contaminación y las enfermedades. 

Sin duda, protegerlos es un signo de civismo elemental. Aquellos monjes se dieron cuenta, ahora hace falta que el resto del mundo también lo haga.