Recuerdan la historia de Narciso, aquel joven obsesionado por su propia belleza que todos los días acudía a un lago para contemplar su propia imagen? Según la leyenda, quiso la mala fortuna que, un día, al ir a mirar su rostro en el mismo, cayera dentro, muriendo ahogado en el fondo de éste.

Oscar Wilde, en una de sus principales obras, recoge esta historia, empezando la misma justo en el final de la anterior. Cuenta que aquel lago no controlaba todo lo que pasaba en sus aguas y desconocía el trágico final del joven. 

Por eso, el lago comenzó a ponerse muy triste ya que echaba de menos la visita de Narciso y preguntaba a todo el que se le acercaba sobre su paradero. –¿Sabéis algo de Narciso?– Nadie le respondía.

Sin embargo, un día pasaron por allí las diosas del bosque y, al preguntarle, le contestaron: –¿No lo sabes? Se ahogó por su belleza y su obsesión por contemplarla.  

–Lo desconocía ¿De verdad, era tan guapo?– preguntó intrigado el lago.

Las diosas le contestaron que sí, aunque no entendían cómo era posible que no lo supiera. Al fin y al cabo, era en sus aguas donde se miraba.

–Lo siento–, confesó el lago. –la verdad es que mil veces le vi pero nunca le miré. En realidad, siempre que venía aprovechaba para verme reflejado en sus ojos. Nunca me fijé en su belleza, sólo en la mía–.

Creo que, a menudo, en la vida pasa igual. Miramos a las personas pero sólo nos vemos a nosotros mismos. Los animales son distintos: saben mirar y ver, por eso quedan ensimismados cuando fijan sus ojos en sus dueños. En ellos ven amistad, hogar, cariño y cuidado… Pero, cuando existe el maltrato o el abandono, también rechazo.

Los animales son capaces de ver hasta lo que aún no ha sucedido pero va a suceder. Por eso, para ellos no hay misterio ni secreto alguno, su futuro forma parte de su presente conformando la realidad que les depara la vida.