Hace muchos años, uno de los más afamados imagineros sevillanos recibió el encargo de elaborar la imagen que sacarían los costaleros del barrio más flamenco de la ciudad, el de Triana. 

La orden era clara: tallar la imagen del sufrimiento hecho Jesús.

El artista comenzó a dar a luz al crucificado. Construyó una cruz y, sobre ella, depositó el cuerpo de Jesús hecho madera. Talló sus manos ensangrentadas y sus pies clavados. Cuando hubo acabado, empezó a dibujar su cara a cincel y martillo.

Decenas de miradas y gestos se sucedieron sobre las betas del tronco. Sin embargo, ninguna acababa de reflejar «el dolor vestido de sangre» que él tenía en su mente.

Abandonado por su inspiración, impotente y frustrado, el artista emprendió camino hacia la parroquia para renunciar al encargo. No pudo llegar. Una pelea entre dos hombres se lo impidió. 

Inesperadamente, uno de ellos sacó una navaja y atravesó el corazón del otro. Agonizando sobre el suelo, el artista reconoció entonces la cara del herido. Era un cantaor flamenco conocido por el apodo del «cachorro». Minutos más tarde, la vida abandonaba su cuerpo y la muerte se instalaba en él. Entonces, cuando iban a retirarlo, el artista pidió que dejaran reposar su cadáver unos minutos en su taller. Había encontrado el rostro de Cristo.

El cuerpo fue llevado hasta allí y el escultor talló su gesto de dolor, reproduciendo hasta el interior de su garganta.

Hoy, el «cachorro de Triana» es Patrimonio de la Humanidad. 

Salvando las infinitas distancias que cada uno puede y debe poner, muchas veces me acuerdo de Francisco Antonio Gijón, aquel escultor que dio vida a aquel cristo y me encantaría, como él hizo, tallar con palabras el sufrimiento que padecen y sienten los animales abandonados. Saber esculpir su dolor, dar forma a sus gritos y retratar su sufrimiento. En cada artículo lo intento, pero yo nunca llego a conseguirlo.