Existe un pueblo en Papúa Nueva Guinea que practica algunas costumbres singulares y antiquísimas, transmitidas oralmente de padres a hijos.

Los Arapesh, denominación bajo la que se conoce esta cultura, conciben el mundo de una forma especial. Para ellos no existe propiedad ni pertenencia alguna.

Ser dueño de algo es un insulto que acaba con la reputación de aquel que pretende serlo. También lo es alimentarse de lo que alguien cultiva sin compartirlo previamente. Hacerlo significa robar.

Ellos viven siempre el presente y solo utilizan el pasado como una forma de proyectarse hacia el futuro. Sin embargo, la característica más peculiar de los Arapesh es que son especialmente felices. Han aprendido, como suele decirse, que la felicidad no radica en hacer siempre lo que quieren, sino en querer siempre lo que hacen.

Solidarios por naturaleza y educación, para ellos es tabú pronunciar la palabra «yo».

Los niños viven alegres, seguros de que, jamás, nadie les dirá que no son capaces de hacer algo. Saben que eso limita y quita fuerzas. Si algo se puede soñar, se puede conseguir. Los hombres deben caminar libres por la vida y no cargar con los miedos y frustraciones de sus mayores.

En realidad, para los Arapesh lo más importante es observar el mundo de los animales y la naturaleza. Toda la sabiduría se encuentra allí. Por eso, el día lo dedican a observar a los animales, aprendiendo de ellos a compartir, a confiar en el mañana y a criar a todos los hijos del poblado por igual, sin diferencias ni jerarquías, corrigiendo sus comportamientos con cariño y paciencia. Por el contrario, las noches las destinan a orar, agradeciendo al cielo su techo, y, a la tierra, las plantas y frutos que les regala.

Supongo que para muchos eso convierte a los Arapesh en un poblado tercermundista; sin embargo, para mí son un ejemplo de vida a seguir.