Hace unos días, un león se escapó de un Santuario de Sudáfrica y se acercó a una población cercana. A nadie atacó. Paseó desorientado hasta que, finalmente, fue capturado. Los animales salvajes, a diferencia de los humanos, sólo atacan cuando tienen hambre.

No es nada nuevo, siempre ha sido así. El imperio romano fue el primero en comprobarlo en sus famosos circos, en los que los leones devoraban a la gente.

El espectáculo, en realidad, tenía dos partes diferenciadas.

La primera consistía en que dos gladiadores se enfrentaban sobre la arena. El que ganaba seguía viviendo. El otro, salvo que el público decidiera lo contrario, era ejecutado o, literalmente, echado a los leones, de ahí la popular expresión.

Los romanos «echaban a los leones» a cristianos, prisioneros, esclavos y, en general, a todo el que sobresalía por algo. Sin embargo, a menudo, tenían un grave problema. Los leones, cohibidos por el estruendo, no atacaban.

De nada servía el que, para acostumbrarlos al sabor y que no hubiera rechazos, los domadores los alimentaran los días previos con carne humana de esclavo. A los animales les daba igual. No digerían bien eso de comérselos en medio del griterío. Por eso, asustados, se paseaban por los cosos intentando, como fuera, encontrar la puerta de salida.

Lo malo es que, cuando eso ocurría, el problema era para los domadores. La norma a aplicar entonces era que domador y león debían ser ejecutados.

Las crónicas cuentan que murieron muchos domadores pero, aun así, no tantos como leones. Se calcula que, sólo durante los 123 días de fiesta que organizó el emperador Trajano para celebrar una de sus conquistas, mataron a más de 11.000 animales, entre leones, tigres, cocodrilos y jirafas. De hecho, muchos historiadores afirman que más de un millón de leones murieron en los circos romanos y no creo que sea exagerado.

Evidentemente, desde entonces hasta ahora la situación de estos animales, a los que en Roma se les conocía como bestias, ha mejorado. Pese a ello, siguen siendo muchos los que continúan perdiendo sus vidas como víctimas del tráfico ilegal de especies, por el valor de su piel, de sus colmillos o el placer que sienten algunos humanos al abatirlos en la caza furtiva. Sin duda, se trata de aberraciones, todas ellas, que invitan a preguntarse quién es realmente la bestia en toda esta historia.