Diógenes fue un sabio cuya única preocupación fue ser libre. No quería depender de nada ni nadie. Esa forma de entender la vida, le llevó a vivir de la limosna y a caminar prácticamente desnudo por la calle.

Una de las numerosas historias que rodea su vida, relata como un día caluroso emprendió camino hacia la orilla del río y, tras darse un refrescante baño, se tumbó a descansar sobre la hierba junto al grupo de perros abandonados que siempre le acompañaban.

En ese momento, un séquito militar pasó por allí. Se trataba del ejército de Alejandro Magno, el conquistador, que él mismo encabezaba.

Éste, al verlo, ordenó parar la comitiva y se dirigió a él: -Te admiro, Diógenes. Eres libre. Puedes descansar tranquilo, sin más preocupación que esperar que el aire seque tu cuerpo. En mi próxima vida deseo ser como tú-.

Diógenes, extrañado, le preguntó: -¿Y por qué esperar tanto? Bájate del caballo y túmbate. Hay sitio aquí, a nuestro lado. Las conquistas te harán querer siempre más, la verdadera felicidad está en no tener nada.

Y, por cierto, en tu próxima vida no te fijes en mí. Haz como yo, desea ser un perro-.

-¿Un perro?- le preguntó extrañado Alejandro.

- Sí, fíjate, tras esas hierbas, antes de bañarme, he escondido el platillo que utilizo para pedir. Lo he hecho porque tengo miedo a perderlo o a que me lo roben. Sin embargo, los perros, ahí donde los ves, se han lanzado al agua sin nada que esconder. Poseen la libertad más pura, la que disfruta el que nada tiene. Por no poseer, no poseen odio ni rencor alguno. No lo olvides. Los perros son sabios de la vida-.

Alejandro ya no le contestó, decidió seguir su camino y Diógenes, al verlo marchar, retornó a su descanso.

Días más tarde, apareció su cuerpo sin vida rodeado de esos mismos perros abandonados que le custodiaban y protegían. Murió como vivió, libre y entre amigos.