Nunca he pisado ninguna de las siete maravillas del planeta ni he visitado los lugares más espectaculares del mundo pero, los vertederos de basura de España, me los conozco todos. No es por gusto ni un raro interés, es porque en ellos acaban muchos de los animales a los que ayudo y protejo.

Por extraño que parezca, he rescatado de los mismos a tigres abandonados en remolques, también leones, monos e, incluso, osos. Todos ellos malvivían en infames jaulas impregnadas de gases y putrefactos olores.

Delgados, en los mismísimos huesos, llegaban a nuestro centro y era increíble ver cómo, en poco tiempo, con comida, cariño y medicación, sus cuerpos comenzaban a coger kilos y su mirada de nuevo volvía a brillar.

Seguramente, lo que les comento, aunque totalmente real, no es lo habitual. Lo que por el contrario sí lo es, es encontrar a un infinito grupo de perros y gatos que, tras entregar su alma a sus dueños y recibir a cambio un puntapié de los mismos, hoy viven alrededor de los vertederos, entre desperdicios y basura, buscando algo que comer.

Los hay de todos los tipos, grandullones adquiridos para guardar que hoy tiemblan de miedo al escuchar los camiones descargar, grandes ladradores que hoy guardan silencio afónicos de tanto gritar y hasta pequeños cuyo pelo es un puro nudo. En realidad, son animales invisibles a los que sólo puedes ver si, de verdad, quieres mirar. Viven entre botellas vacías, cartones y fermentaciones que hieren la tierra y su olfato. Quizás por eso, ahora que se acerca la navidad, tengo tan presente su recuerdo y su imagen vagando como juguetes rotos por enormes montañas de basura.

Sólo espero que, a fuerza de vivir entre ella, no acaben creyendo que ellos también lo son porque, en todo caso, basura sólo son aquellos que los regalan, compran o adoptan para luego abandonarlos.