Una vez, una cooperante me contó la dramática experiencia que había vivido en África. La ONG para la que trabajaba ayudaba a distintos campamentos de refugiados.
Ella fue enviada a uno de ellos y asignada al hospital, una especie de tienda grande de campaña, donde los sanitarios cuidaban a los enfermos y heridos. Era su primer día y preguntó cuál sería su tarea aquella mañana. La enfermera, totalmente desbordada, le pidió que cogiera en brazos a un niño de escasos años que, moribundo, agonizaba en una esquina. Ella lo cogió y lo abrazó durante quince minutos. Ese fue el tiempo que tardó en morir. Al darse cuenta de que sostenía su cuerpo sin vida, comenzó a llorar.
-No llores- le dijo una monja que también estaba allí. -Le has adelantado quince minutos el amor que Dios ya le está dando. Ha pasado de tus brazos a los suyos-.
Hoy me ha llamado una persona llorando y me ha contado cómo había encontrado un perro atropellado en la calle: -Lo vi hace unos días y ni siquiera paré. Pensé que estaba muerto pero al pasar de nuevo por el mismo lugar, he visto que se movía. Me he puesto muy nerviosa, he parado el coche y me he acercado a él. Tendido, me ha recibido moviendo el rabo. Lo he cogido y lo he llevado a la clínica más cercana pero, por el camino, he sentido que convulsionaba. Aún con un hilo de vida, he llegado a la clínica sosteniéndolos sobre mis brazos pero justo al entrar he notado que la vida le abandonaba. No sabes lo mal que lo he pasado-.
Tras escucharla en silencio y, con todas las infinitas distancias que cada uno quiera poner, le expliqué lo que me contó aquella cooperante y le dije que, en esta vida, hay muchos tipos de abrazos pero pocos tan repletos de amor como los suyos. Darlos no está a la alcance de cualquiera, es sólo cosa de ángeles.