Cuando tenía dos años, vio como su abuela, con la que vivía, golpeaba brutalmente a su perro. Fue su primer recuerdo. A los tres, ya estaba acostumbrado a ver al perro viviendo, siempre encadenado, en el jardín trasero. A los cinco años, le gritaban cuando acudía a saludarlo. A los seis, presenció cómo una noche lo abandonaban en medio de una carretera interestatal.

Con diez años sentía terror a los animales y hacia todo lo que le rodeaba. Se autoagredía. Su autoestima estaba destrozada. Su comportamiento era agresivo.

A los once, despedazaba pájaros y ranas. A los doce años perseguía sin piedad a los gatos indefensos del vecindario. Ese año lo expulsaron del colegio tras amenazar con una navaja al director y a varios profesores.

A los trece, armado con una carabina, dejó cojo a varios gatos que vivían en la calle. A los catorce ya disponía de una escopeta que había robado. Ese mismo año mató a su primer animal, el gato de un vecino.

Con quince años, robó varios perros. Los metió en una casa abandonada y los ató con una cuerda. Dos semanas más tarde, los encontraron muertos de hambre y sed.

Con dieciséis años prendió fuego a una casa abandonada. Con diecisiete mató a machetazos un perro. Con dieciocho hirió gravemente a una persona en una pelea callejera. Fue su primera víctima humana, pero no la última.

A los veinte se marchó a vivir con su madre y, a partir de ese momento, nada más se supo de él hasta que fue detenido años más tarde. Para entonces, ya había matado a cerca de cien personas. Confesó 93 asesinatos a lo largo de su vida pero reconoció que, seguramente, el número era mucho mayor dado que no conseguía recordarlos a todos.

Murió el 30 de diciembre de 2020, a los ochenta años de edad. Se le considera el mayor asesino de la historia de Estados Unidos.

Su caso representa el de muchos otros asesinos, la mayoría, que crece entre la violencia y, cobardemente, comienza a ejercer la misma contra los animales, sólo y exclusivamente, porque son más débiles que él.