Los primeros artículos que escribí llevaban como título el nombre de «Historias de Animales». Era imprescindible ser claro. En los años noventa, ningún medio abordaba el mundo de los animales desde un punto de vista emocional, concibiéndolos como seres dotados de sensibilidad.

Hay que pensar que el Código Civil español no recogió ese concepto hasta 25 años después. Hoy sabemos que si en una familia se muere algún miembro o simplemente se marcha de casa durante una larga temporada, el perro o el gato que vive en ésta lo siente con tanta intensidad que, incluso, puede llegar perder su vida por tristeza. En aquella época, eso era ciencia ficción.

Por eso, cuando salieron publicadas las primeras historias pasaron dos cosas muy singulares. Por un lado, que todos los animales que aparecían en las mismas eran adoptados inmediatamente. Si el albergue en el que vivían abría a las nueve o las diez de la mañana, a esa misma hora había cinco o seis personas en la puerta, periódico en mano, con la intención de adoptarlos. Además, en cuanto salía la historia, en muchas cafeterías y bares la gente las leía y se emocionaba tanto con cada una de ellas, que no era infrecuente verles llorar mientras lo hacían. El mérito era de los animales, no mío. Esos artículos demostraron la estrecha relación que existía entre unos y otros.

Por otro lado y como siempre ocurre, aquello también me trajo críticas de todo tipo y más de una burla. No faltaron los que me catalogaron como hombre muy sentimental o «blandengue», término puesto de moda por el cantante « El Fari» en su día, en una esperpéntica reflexión.

Afortunadamente, hoy las redes recogen la historia de animales que necesitan ayuda y a nadie se le ocurre insultar al que las publica. En eso la sociedad ha mejorado. Menos mal. Ya sólo queda conseguir que la sociedad asuma la protección hacia los animales como un derecho y no como una cuestión de caridad.