Murió en su piso junto a su familia. No me refiero a sus hermanas ni todos esos sobrinos que, al no tener hijos, no tardaron en reclamar su casa como herederos. Falleció junto a sus dos perros. Un cruce recogido de la calle y una caniche medio coja y despeluchada, a fuerza de años y vejez. Ellos fueron su última compañía.

Me avisó la policía y me acerqué a la casa. Se trataba de una de esas familias modernas que no une el ADN ni la sangre, sino la soledad. La vivienda estaba limpia y ordenada. Dos cuencos de comida y agua en el suelo presidían la cocina. Los animales estaban tumbados a los pies de la cama en la que su dueña yacía.

No era el primer caso que he vivido parecido. Siempre suele ocurrir lo mismo. Los vecinos, extrañados porque hace tiempo que no ven a una persona o porque oyen ladrar desesperadamente a los perros, avisan finalmente a la policía que, tras las comprobaciones oportunas, acaba abriendo la puerta.

A partir de ahí, se localiza a algún familiar cercano. Lo demás son trámites legales. La persona es enterrada y los animales quedan a disposición de los familiares, que casi nunca pueden quedárselos. Es curioso, nadie rechaza las joyas, el dinero o la vivienda, todos pueden siempre gustosamente acogerlos. Sin embargo, los animales son otra cosa.

Así que, habitualmente, lo que suele ocurrir es que esos pobres perros o gatos, de la noche a la mañana, pasan de vivir en una casa a hacerlo en el interior de una jaula. Y en este caso hubiera pasado igual, si no hubiera aparecido por allí uno de esos ángeles que, cada cierto tiempo, se aparecen para ayudar a los animales. Esta vez iba de uniforme porque fue uno de los policías. Dijo que le daban pena los animales y quiso quedárselos. Ya les digo, yo les llamo los ángeles de los animales porque, cuando menos te lo imaginas, aparecen para ayudarles.