Hace menos de tres años, Pedro Sánchez renunció a su plaza de diputado en el Congreso y se dirigió a la oficina más próxima del INEM. Ahora lleva trece meses empleado en La Moncloa, una labor corroborada por unas elecciones en que se ha erigido en el candidato más votado y ha doblado a su inmediato perseguidor. Atreverse a juzgar a quien ha protagonizado esa gesta sin precedentes requiere notables dosis de soberbia. En su discurso de investidura promete la Luna, a la altura de Kennedy en los sesenta. Por desgracia, las décadas posteriores curaron brutalmente a la humanidad del espejismo galáctico.

Si aplica a los demás el manual de resistencia que lo llevó del paro a La Moncloa, el candidato es capaz de enviar a astronautas españoles a Marte. Ahora bien, antes de sellar el grueso contrato de Gobierno con los ciudadanos, tiene que firmarlo con socios políticos escurridizos. Bienvenidos sean los pactos por la ciencia, la industria, la violencia de género, pero todo esto hay que pactarlo. Y no puede negarse que, hasta el último minuto, Sánchez ha levantado un acta ambivalente que puede ser acogida indistintamente por Ciudadanos o Podemos. Por no hablar del milagro de discursear durante dos horas sin detenerse en Cataluña.

Sánchez ha dejado de ser español para sacarse el pasaporte europeo, menos áspero. Después de proponer un Gobierno monocolor impracticable, ante el Congreso se muestra como un líder bicolor. En los primeros minutos de su intervención se viste de rojo sangre, para arremeter inmisericorde contra la derecha "involucionista", "autoritaria", "reaccionaria" y "corrupta". Tras el desahogo, se libera de la ropa de combate ideológica para colorearse de la tecnología en colores suaves. Garantiza las pretensiones más desaforadas, incluido "el mejor país del mundo para ser niño", y debió proponerse como ejemplo.