La cumbre literal entre Felipe VI y Pedro Sánchez parece una previa del Mundobasket. La mayoría de países del planeta se pelearían por tener un primer ministro y un Rey con estas carrocerías, aunque la realidad prosaica apunta a que son incapaces de formar Gobierno y que el Estado en su conjunto tampoco se encuentra demasiado bien.

Sánchez se hace esperar, así en Marivent como en el Congreso, con una investidura cuatro veces fracasada. O "frustrada", por tomar sus palabras. Si es incapaz de fijar una cita puntual con su único superior, difícilmente reunirá los cincuenta votos de sus inferiores que precisa para continuar en La Moncloa.

Sánchez se presenta en Marivent con una hora de retraso, para reprocharle a Felipe VI su manifestación pública contra un adelanto electoral. La Moncloa ni siquiera ha explorado la excusa de la congestión veraniega. El presidente del Gobierno tenía tareas más importantes que acometer, no se encuentra de vacaciones como el otro pívot de la selección política de baloncesto.

Sánchez abusa tal vez de su cuidada imagen de vengador justiciero. Al aplazar el mediodía le dejó claro a Felipe VI quién impone los horarios, sin aceptar interferencias. También pretendió demostrarle que es preferible estar en funciones a encontrarse sin ellas. La metáfora de una investidura siempre postergada es inmediata.

En contra de las crónicas, el arrebato de Sánchez contra Podemos es esperanzador. El presidente, que se nombró a sí mismo sin añadir el deprecativo "en funciones", ejerció de portavoz de Iglesias. Cuando uno de los miembros de una pareja se atreve a hablar en nombre de ambos, el pacto es inevitable.

El abstenido Sánchez ha concluido que nadie tiene derecho a rechazarle ni a apoyarle. Los restantes partidos, también el Rey, deben limitarse a cederle el poder en la certeza de que un varón tan atractivo no dilapidará el obsequio. Si Vox tuviera sentido del humor, votaría a favor de la investidura del secretario general del PSOE.