De haberse celebrado durante esta jornada únicamente elecciones en el País Vasco, en Génova y sus baronías de extrarradio la noche electoral habría tomado un cariz bien distinto, con Pablo Casado y Teo García Egea tratando de atemperar el batacazo; intentando explicar las bondades de un acuerdo electoral con Ciudadanos, pese al cual, los electores de Euskadi casi los sacan del mapa de las tres provincias de Euskalherria y el votante españolista de derechas comienza a mirar a Vox; y cargando una vez más contra los demonios desatados de Pedro Sánchez y su carta blanca a los nacionalismos, un concepto que en la sede nacional de los populares interesa confundir entre la algarabía de su electorado desde el principio activo de que tan peligroso es acercarse a Urkullu o a Bildu como flirtear con la muchachada de Ezquerra o el apoyo tóxico de los herederos de Puigdemont.

Todo para tratar de ocultar lo evidente: que, apartado Alfonso Alonso, en el País Vasco tuvieron que echar mano del único de entre los suyos que se ha atrevido a patronear una singladura condenada al naufragio antes de soltar amarras, un candidato del siglo XX, caduco y desilusionante, de la vieja guardia heredera del discurso de Aznar, de nombre Carlos Iturgáiz; todo para ocultar que el Partido Popular en Euskadi estaba mucho más cohesionado en los años del plomo, cuando atesoraba una estructura más sólida como formación, que en el contexto del clima apacible en que se han desarrollado las elecciones autonómicas de 12-J, coronavirus mediante.

Ello demuestra la coherencia de un electorado que entonces reconocía la heroicidad y el aplomo de un partido amenazado con la bala en la nuca y que ahora castiga que se haya quedado al margen del debate vasco, que se decidan en Madrid cuestiones en las que Vitoria debería ser soberana y que, por mucho que su pacto con Arrimadas trate de disfrazar su candidatura de centrismo sosegado, representan las mismas siglas que pactan en otros lares con la ultraderecha hasta asumir como propio su discurso en autonomías como Andalucía, Murcia y, sobre todo, Madrid, nombre capitalino que en muchas comarcas vascas sólo pronunciarlo produce urticaria.

Pero por todo esto se pasará de puntillas a partir de esta semana gracias a la victoria en Galicia de Alberto Núñez Feijóo, a quien recibirán con vítores en la reunión de maitines semanal de Génova una vez refrendada su cuarta mayoría absoluta y alcanzado el famoso techo de Fraga. Feijóo es la prueba del doble discurso autonómico de PP. El líder gallego apenas pisa Madrid y no se deja ver en actos donde el Partido Popular hace propaganda de su cohesión y fortaleza, léanse, verbigracia, los congresos y cónclaves regionales de la formación donde interesa exhibir músculo. Galicia, Galicia, Galicia, era el lema de una campaña que escondía las siglas populares, pero la doctrina Casado traza una línea sibilina entre el nacionalismo rampante y guerracivilista con que Génova demoniza los localismos de la banlieu autonómica y presenta a Feijóo como ejemplo de regionalismo moderado (que no nacionalismo, aunque puedan ser sinónimos) que mira hacia la unidad de España. Este factor, en el que se repara poco, y el espectacular crecimiento del BNG a costa de Podemos y de las mareas hacen de Galicia una de las regiones más desapegadas del centralismo que se presupone a la formación de Pablo Casado. El gallego ha sabido navegar entre los votantes incapaces de cuestionar la unidad de España y aquellos que encuentran en el discurso regionalista el elemento diferenciador con la política muñida en la capital.

La maquinaria electoral del gallego ha salvado los muebles de la discutible oposición que el presidente nacional de los populares ha llevado a cabo desde la imposición del estado de alarma el pasado 14 de marzo. Lo dicen las encuestas del CIS y lo avalan los resultados gallegos y vascos. Cocinadas o no, Pedro Sánchez ha emergido de la cuarentena menos tocado de lo previsto (los socialistas crecen en intención de voto nacional) y el discurso camorrista de Cayetana Álvarez de Toledo ha conducido al PP a un estancamiento del que sólo se sale trazando de forma meridiana la raya que separa el discurso demócrata que se presupone a un partido con sentido de Estado del matonismo trasnochado de kristallnacht de la ultraderecha de Santiago Abascal. Y ese discurso centrista y moderado constituye el premio recogido hoy en las urnas por Alberto Núñez Feijóo, cuya victoria ha sido incontestable.

Donde Casado apretaba con la crispación y la deslealtad propias del griterío de la oposición, el gallego salía de cada reunión de presidentes autonómicos con el discurso de la mesura que se espera de un dirigente responsable. En contra de lo que se proponía desde los despachos de Génova, Núñez Feijóo hizo caso omiso de los mensajes que le aconsejaban posibles acercamientos a los restos del naufragio del partido de Arrimadas o de evitar tratar a Vox como la camada negra del fascismo que en realidad representa. "No creo que sea bueno para los gallegos", apuntó el líder de la Xunta.

Casado se ha implicado hasta las trancas en la campaña gallega porque sabe que le beneficia asociar su imagen a la del presidente de esa comunidad; porque es consciente de que cada fotografía con Feijóo diluye su cartel de representante de la derecha dura entre el mensaje templado y centrista que consolida al principal barón del PP, que, durante el enfrentamiento entre Pablo Casado y Soraya Sáez de Santamaría, ejerció de gallego al uso con la neutralidad y el discurso ambiguo que se atribuye a sus paisanos como estereotipo. Feijóo no era ni de uno ni de otra, pero era de los dos a la vez. Era el partido y era Galicia. A fin de cuentas, las elecciones se ganan cuando se pesca en los caladeros del centro, y, de pesca entienden más en Galicia que en Madrid.

Como cualquier otro presidente autonómico, incluidos los socialistas, Feijóo ha sido beligerante con Sánchez cuando debía serlo y leal cuando tocaba. A diferencia del jefe nacional de su partido, Feijóo optó por la estrategia más inteligente porque Galicia debía iniciar la desescalada de manera pronta para poder celebrar las elecciones que le mantienen por cuatro años más en la Presidencia de la Xunta.

En Galicia ha triunfado el discurso de la temperancia en la misma medida que en Euskadi ha fracasado el del frentismo. Casado debe tomar nota de la senda trazada por el principal líder regional del PP por una sencilla cuestión climatológica: es desde Galicia desde donde entran al resto de España todas las borrascas, pero también los anticiclones, y si bien Feijóo ha procurado una relativa calma chicha en la planta séptima de Génova, no debe olvidarse que en el Cantábrico se ha pasado de marejadilla a fuerte marejada. Y en Madrid van a tener que aprender a navegar.